Opinión | Metafísica para ingenieros

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Las leyes de Newton ponen de manifiesto los límites de la realidad. El universo presenta ciertas restricciones que, si bien en algunos casos siempre intuimos, Newton demostró, cuantificó y expresó con la elegancia de las matemáticas.
La velocidad de un cuerpo no puede variar a saltos, dicen esas leyes entre muchas otras cosas. Es decir, ningún cuerpo puede modificar su velocidad repentinamente. Si un cuerpo dado tiene, en un instante cualquiera, una velocidad determinada, un instante después sólo podrá tener la misma velocidad o bien una nueva ligeramente superior o ligeramente inferior a la original. Esa resistencia de los cuerpos al cambio se asocia a los que llaman la inercia, su testaruda negación a que de un cimbronazo la frenen en seco o la apuren de prepo.
Dicho de otro modo, para cambiar repentinamente la velocidad de un cuerpo es necesaria una potencia infinita. Aunque el infinito, claro, es una abstracción que sólo tiene lugar en las cabezas atormentadas de los matemáticos, y resulta a todas luces un absurdo, una flagrante incoherencia, una paparruchada, un manotazo de ahogado cuando se desmoronan los intentos por encontrar una regla que explique la realidad.
Las velocidades de los objetos están, por tanto, acotadas. Alcanzar velocidades excesivamente altas en tiempos cortos necesitaría de aceleraciones extremadamente altas y, por lo tanto, de una energía tendiendo a infinito (otra vez el infinito cuando se nos queman los papeles).
Ahora, ¿cuál es la consecuencia directa de la imposibilidad de variar la velocidad de una masa abruptamente? No es otra que la privación de la ubicuidad, su imposibilidad, su negación absoluta y terminante. Si no es posible variar la velocidad a saltos, tampoco es posible recorrer grandes distancias en tiempos ínfimos, y por lo tanto, nadie puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Salvo los dioses, claro, y los novelistas que abusan de la tercera persona o utilizan la trampa de la narración en primera persona del singular encarnada alternativamente en varios personajes.
Es en los sueños donde esta negación al cambio abrupto se presenta más dramáticamente. En las pesadillas no podemos apurarnos, no podemos correr para escapar de los monstruos que nos persiguen, no podemos hacer que nuestros músculos respondan con la energía y velocidad que quisiéramos. Sólo en la literatura fantástica esas restricciones pueden evadirse.
Pero ahí no terminan los divagues pseudointelectuales que esta nota ingenuamente pretende. La negación de la ubicuidad nos condena a la perspectiva única. Si no podemos estar en dos lugares al mismo tiempo tampoco podemos ver un hecho desde dos perspectivas distintas. Cada hecho será, por consiguiente, particular para cada observador. No existen los hechos, dice Nietzsche, sólo las interpretaciones. Y si bien cada interpretación estará teñida de preconceptos acumulados a lo largo del tiempo, de una base ideológica que cada observador habrá construido sabrá dios en base a qué o a quién y de la sumatoria de experiencias anteriores por la que dicho observador haya transitado, también lo estará por el enfoque, por la perspectiva, por la vista que, entre las infinitas posibles, le tocó en suerte.
Los patrones que rigen los comportamientos humanos y las relaciones entre ellos están condicionados por las características de ese sistema físico, pareciera, más allá de que abordemos a dicho sistema desde la intuición pura o desde la perspectiva científica. De ahí nuestra incapacidad para imaginar una realidad que se niegue a las características de ese sistema físico. Asimilamos esas leyes (aún sin saber absolutamente nada de Física) para movernos con algo de comodidad en este universo cuyo constructor diseñó otorgándole ciertos grados de libertad pero al mismo tiempo ciertas restricciones. Tan asimiladas tenemos esas leyes que, cuando vemos dibujitos animados, nos causa gracia justamente observar situaciones que no se ajustan a ellas (el correcaminos, sí puede acelerar o frenar en tiempo cero).
Pero no siempre la intuición que desarrollamos desde chicos y que forjamos a fuerza de golpes y caídas sirve para movernos en este desconcierto. A veces falla. Por qué la manzana se cae al piso, o es atraída por la gravedad y la luna, no. Tal vez sea como me dijo un profe de física alguna vez: la luna está en realidad cayendo, está permanentemente cayendo, el problema es que, para que termine de caer se requiere que transcurra un tiempo infinito. Otra vez ese disparate del infinito para llenar los huecos de sinrazón.
Pero dejemos mejor a la manzana y a la luna para alguna otra mañana de lluvia.
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