Periodismo del bueno
Escribe Carlos Verucchi.
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Es paradigmático y al mismo tiempo sumamente llamativo que el mundo de la literatura se haya enterado de las virtudes de Leila Guerriero a raíz de un comentario de Mario Vargas Llosa. El premio Nobel peruano, haciendo alarde de su condición de principal exponente de la literatura latinoamericana actual y última figura del famoso boom, y sabiendo el efecto que una opinión suya puede tener sobre la carrera de cualquier escritor, afirmó recientemente que la periodista y escritora argentina Leila Guerriero (Junín, 1967) se encuentra entre lo más destacado de la literatura contemporánea actual. Según Vargas Llosa, Guerriero hace “…periodismo del bueno, negación de las falsedades, un esfuerzo extraordinario por decir la verdad que significa literatura al mismo tiempo”.
Lo llamativo de la declaración no está vinculado a las virtudes de Guerriero, virtudes que muchos lectores reconocen y destacan, sino a la pretensión de Vargas Llosa de convertirse en juez a la hora de decidir cuáles son las pautas que debe reunir el “buen” periodismo, luego de que su propia actuación en ese ámbito haya sido duramente cuestionada en los últimos tiempos.
Con el objeto de acercarnos a Leila Guerriero, recuperamos hoy un texto suyo que sintetiza la dualidad entre literatura y periodismo que tan bien sabe explotar. “Los suicidas del fin del mundo” (editorial Tusquets, 2015), narra una serie de suicidios que se produjeron entre 1997 y 1999 en la ciudad de Las Heras, provincia de Santa Cruz. Las Heras es, dicho por sus propios habitantes, una especie de pueblo fantasma perdido en el medio de la Patagonia. Su existencia se debate al ritmo de los avatares de la industria del petróleo, de las idas y vueltas de YPF y REPSOL. Una decisión secundaria o trivial de las petroleras puede derivar en que Las Heras se convierta en atractivo laboral para trabajadores de todo el país o en un pueblo prácticamente abandonado y con un 25 % de desocupación.
Detrás de las historias personales de cada uno de los suicidas (en su inmensa mayoría jóvenes), se esconde una realidad que Guerriero sabe mostrar con esa maestría que llegó a conmover a Vargas Llosa. Una realidad moldeada por el vértigo cada vez más acentuado con el que el capitalismo convierte a las personas en meras piezas de un ajedrez despiadado, el alcohol y la violencia que siempre van juntos y hacen de la miseria su caldo de cultivo, la prostitución que corre detrás de obreros solitarios que buscan el alivio transitorio en un revolcón arrebatado. La falta de perspectivas para los jóvenes, sobre todo para aquellos que no pueden irse a estudiar a Comodoro Rivadavia o a cualquier otra ciudad cercana, constituye uno de los disparadores de esa andanada de muertes sucesivas que conmovió al país como preludio de la gran crisis del 2001. El trágico destino de todos los que no podrán alcanzar nunca el estatus de ypefianos (empleados de YPF) y por lo tanto quedarán marginados de la sociedad y arrinconados en oscuros sótanos de actividades cuasi delictivas.
“Los suicidas del fin del mundo” se lee como una novela. Hasta dónde lo es y hasta dónde, como postula Vargas Llosa, responde a un estricto y ejemplar ejercicio periodístico. Tal vez sea las dos cosas al mismo tiempo y de ese modo constituya una avanzada más en un género en el que Rodolfo Walsh y Truman Capote hicieron escuela. Lo importante es la sensación que provoca, la huella que deja la narración en el lector. Como diría Piglia, lo importante es la eficacia del texto, su resultado como elemento de acción y como instrumento capaz de modificar la realidad, de despertar reacciones, de cambiar posturas. Un texto literario (o periodístico-literario en este caso) como instrumento político, como afirmación de una postura ideológica subliminalmente implícita.
Todo lo contrario a la modalidad periodística que se impone mayoritariamente en el presente. Modalidad que se limita a adoptar una postura determinada (en el mejor de los casos sostenida por preferencias ideológicas, en el peor por atractivos económicos) y luego machacar constantemente con lugares comunes surgidos de dicha postura, con una perseverancia estoica, sin argumentos, sólo con detalles circunstanciales que buscan despertar la indignación, el odio, el prejuicio.
Leila Guerriero sale indemne se ese autoflagelo que gran parte del periodismo actual se inflige. Su sobriedad contrasta de manera contundente con tanto mamarracho que anda dando vueltas por la tele, sus argumentos quedaron a años luz del chamuyo de conventillo que algunos confunden con periodismo, no necesita ser objetiva o ecuánime para ser creíble. Y, como si fuera poco, escribe muy bien.
Aunque no sea un buen ejemplo de periodista sincero, independiente y desinteresado, en este caso, sin dudas, Vargas Llosa tiene razón.
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