Toda vida merece una pasión

Escribe Carlos Verucchi
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Muy de vez en cuando los olavarrienses merecemos la atención de esa construcción colectiva que llaman actualidad nacional y que, nos guste o no, modelan a su antojo los medios de difusión capitalinos. Un par de inundaciones, algún partido importante de Loma Negra con Amalita en el palco de la cancha de Racing, los logros de Estudiantes en básquet, o la conmoción de aquel 5 de agosto de 2014 cuando vimos por televisión a Estela de Carlotto anunciando el reencuentro con su nieto, olavarriense por circunstancias forzadas más que por adopción.
La historia de Ignacio Hurban, o Guido Montoya a partir de aquel día (aunque para sus amigos sigue siendo Pacho), primero nos aturdió, después nos produjo algo de zozobra y finalmente nos abochornó. Es que el ADN mostraba mucho más que los vínculos sanguíneos de Pacho con su padre, “Puño” Montoya, y con Laura Carlotto, quien dio a luz (si me permiten emplear un viejo y caído en desuso eufemismo) mientras se hallaba secuestrada por las bandas del Gral. Ramón Camps en aquellos escabrosos años del también eufemísticamente denominado Proceso de Reorganización Nacional.
Los resultados del ADN también nos alentaban, de algún modo, a que levantáramos la alfombra para espiar la mugre que habíamos escondido debajo de ella durante tantos años en esta ciudad en la que conviven, en un equilibrio inestable y milagroso pero duradero, obreros mineros con terratenientes. Apuntalada, esa convivencia endeble, por la riqueza del subsuelo, una buena porción de esa llanura interminable que es nuestra sin serlo y un regimiento de caballería a pocos kilómetros del centro.
María Seoane recrea aquella Olavarría de los años oscuros mejor de lo que podría hacerlo cualquier olavarriense, tiene la mirada del extranjero, puede ver lo que nosotros ya no vemos o, en muchos casos, lo que ya no queremos ver. En su ensayo “El nieto”, escrito en coautoría con Roberto Caballero y publicado en 2015, reconstruye la historia del nieto recuperado número 114 desde que era apenas una fantasía, una ilusión incierta en el tumultuoso amor de sus padres, enceguecidos por un idealismo ingenuo y apasionado, tal como es, por definición, toda forma de idealismo.
Ignacio pasó la niñez con sus padres adoptivos, encargados de una estancia en la zona de Colonia San Miguel. El dueño de la estancia, un personaje muy reconocido y respetado en ciertos círculos de Olavarría, mantenía vínculos estrechos con uno de los principales allegados a Camps, quien había sido designado Jefe de la Policía Federal por el gobierno militar. El vínculo entre el estanciero olavarriense y el Gral. Camps constituye la punta del ovillo que permite reconstruir la historia de Pacho.
La estancia contaba con dos viviendas. Una lujosa y amplia, que estaba reservada para las esporádicas visitas de sus dueños, y una más pequeña y precaria destinada a la familia Hurban. La madre de Ignacio entraba a la vivienda grande una vez por semana para limpiar. Al niño le llamaba la atención el celo que ponía su madre en mantener la casa grande cerrada e inaccesible. Un día se atrevió a forzar una ventana y entró a espiar. Descubrió dos cosas que le cambiarían la vida: una biblioteca y un piano.
Unos años después les pidió a sus padres que le permitieran tomar clases de música. Para ello tenía que viajar unos 25 kilómetros y pagar 10 Australes cada semana. “Contá con los 10 Australes”, fue la respuesta, “pero no podemos pagar el gasoil para que vayas en la camioneta”. Pero los 25 kilómetros no serían un impedimento para alguien que sentía una atracción muy fuerte por la música, podían hacerse en bicicleta. Unos meses después su madre quiso enterarse de los avances de su hijo. Visitó a su maestro. “Tiene condiciones”, fue la respuesta. Decidió entonces comprarle un teclado. En la estancia no había luz eléctrica, el instrumento debía funcionar con pilas. Apenas daba el presupuesto para un juego de pilas cada mes, siempre y cuando el patrón les pagara el sueldo en la fecha convenida. El joven aspirante a músico hizo una estimación a vuelo de pájaro, podría tocar el teclado 15 minutos por día. Se contentó pensando que sería suficiente. Fue suficiente.
A pocos kilómetros de ahí, la ciudad no dejaba de crecer a raíz del contubernio entre la gran empresa cementera y la dictadura. Eran años en que todo el cemento producido apenas alcanzaba para cubrir la demanda originada en la construcción de las autopistas y los estadios de fútbol para el mundial. Eran días de gloria para la ciudad. Los oficiales del ejército imponían su protagonismo y surcaban a paso firme calles que parecen haber sido trazadas por la recta ilusoria y fugaz de un flechazo. Nadie hablaba de persecución y tortura a supuestos subversivos, jóvenes cuyo mayor acto de desacato había sido quemar una bandera norteamericana en la rivera Este del Tapalqué una tarde de hastío.
El recorrido por aquellos años nos permite, a los olavarrienses, terminar de entender quién es quién en este pueblo que por más pujanza que manifieste no logra alcanzar el rango de ciudad. La famosa lista de los reivindicadores del Teniente Coronel Verdura sigue de algún modo latente, flotando en las noches de frío en las que el viento de la Patagonia arrasa la planicie, las secuelas del “periodismo” de aquel entonces, que en medios gráficos y radiales hacía apología de la barbarie, están a la vista. Los que escriben y los que hablan ya no son los mismos, claro, pero en algún sentido, y en muchos casos, sí lo son.
El ensayo de Seoane y Caballero no se detiene en la historia de la cuidad. Ofrece, por el contrario, una mirada retrospectiva sobre las motivaciones que arrastraron a toda una generación a una lucha que no por desmedida deja de ser auténtica o justificada. Los autores narran con acierto, tal como lo había hecho Seoane en otros ensayos anteriores, el ciclo de la ilusión y el desencanto de toda una generación. Ciclo que terminó en tragedia y que se inició en el reclamo genuino por una democracia plena en tiempos de la Revolución Argentina, atravesó la incapacidad de muchos para vencer la tentación de dejarse llevar por la violencia, floreció en aquella primavera camporista durante la cual parecía que la revolución estaba al alcance la mano y se derrumbó definitivamente en el desencuentro con el líder en Plaza de Mayo. Ciclo fatal de un desengaño que, como buena parte de una generación, Laura y Puño pagaron con sus vidas. También por todo esto, y no solo por contarnos en detalle las historias morbosas de las que en Olavarría nadie habla, es recomendable el ensayo de Seoane y Caballero.
El muchacho que pedaleaba 25 kilómetros para asistir a una clase de piano es hoy un músico consagrado. Constituye, sin dudas, un sensible ejemplo de perseverancia para los jóvenes. Tal vez el legado más valioso de esa genética que le permitió a Pacho hallar su verdadera identidad haya que buscarlo en su capacidad para no acobardarse ante la adversidad. En su testaruda obsesión por perseguir una pasión. Una pasión, en este caso, distinta a las de sus padres, pero igualmente capaz de franquear cualquier cerrojo o de trasvasar las grandes distancias de este desierto en el que nos tocó vivir y que nunca será nuestro. Aquella genética escondía la virtud de no achicarse ni ante la obstinada e inexorable decrepitud de cuatro pilas Eveready.
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