Un vicio de mierda

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])

Siempre me llamaron la atención esas colecciones literarias que ofrecen en los quioscos o revisteros y que generalmente se entregan en forma semanal o quincenal. Los libros que aparecen en esos catálogos son siempre más o menos los mismos, y las colecciones, palabra más, palabra menos, llevan títulos como: “Grandes pensadores de la humanidad”, “Clásicos de la literatura universal” o algo por el estilo. En algunos casos, incluso, las editoriales contratan a especialistas en marketing para que, ofreciendo claras evidencias sobre los beneficios de pasar por la universidad, encuentren títulos atractivos para las colecciones, como por ejemplo “Los libros que cambiaron el mundo” o “Los 100 libros que hay que leer antes de morir”. Después incluyen en el colección títulos como “Confesiones”, de San Agustín, obra que fue publicada por primera vez cuando el 99 por ciento de la población mundial no sabía leer, o contratan a un diseñador para que seleccione uno de los cuatro o cinco tipos de ribetes dorados que existen para decorar las tapas duras, forradas, obviamente, en símil cuero.

¿Quién compra estas colecciones cuyos números van llegando cada quince días? ¿Gente que desea decorar su casa con una buena biblioteca? ¿Abuelos que pretenden incentivar en sus nietos el hábito de leer o aspiran a dejarles un legado cultural inalienable?

Atendiendo, si este fuera el caso, a esa afirmación que suele hacerse de manera intuitiva y que supone que leer hace mejores a las personas, o que desarrolla aptitudes cognitivas más valiosas que las desarrolladas por la Playstation o el jueguito del celu.

¿Alguien realmente lee “Fenomenología del espíritu” a las corridas, para terminarlo en quince días y llegar libre para el próximo título del catálogo? Resulta realmente difícil considerar esa posibilidad. ¿O será que todos mantenemos latente esa ilusión de disponer algún día de un tiempo infinito, de una conciencia libre de toda preocupación y de una situación económica resuelta de modo tal de poder abandonarnos sin restricciones a la lectura?

Alguna vez le pregunté a mi diariero cuántos suscriptos a la colección “Grandes obras del pensamiento universal” tenía. Eran diez o doce más o menos. Extrapolado al resto de los revisteros de Olavarría el número me daba casi un centenar. ¿Cómo puede ser entonces que nunca me haya encontrado con alguien que estuviera leyendo a Schopenhauer? ¿O será la lectura un acto no sólo silencioso sino también secreto e inconfesable?

Tal vez lo sea, y lo será cada vez más a medida que avance la modernidad. Argumentos como “hoy no puedo, me voy a quedar leyendo a Quevedo en casa”, para desechar una invitación a concurrir al cine o a tomar una cerveza con un amigo, a compartir un asado con los graduados de la promoción tal o cual del colegio industrial o a ir a ver un partido de básquet, resultan cada vez más sospechosos, incoherentes, desubicados y agresivos. Argumentos que seguramente obtendrían respuestas como ¿pero quién carajo te crees que sos?, ¿por qué no te vas un poco a la mierda? o la próxima vez que quieras charlar conmigo llamame, ¿sabés?

Sabrá disculpar el lector esta tendencia injustificada a la palabrota fácil y a la innecesaria obscenidad. Es que últimamente hemos estado aprendiendo de la dialéctica que el señor presidente esgrime en sus intervenciones públicas, seguramente incorporada a partir de la sugerencia de sus asesores de imagen, quienes le deben haber confiado que una expresión coloquial puede ser más valiosa que toda la retórica de Aristóteles cuando se trata de influir en los votantes.

Pero lo que está más que claro es que nadie lee porque se lo aconsejó su abuela o porque recibió por internet el listado de las diez razones por las cuales hay que leer: leemos porque si no lo hiciéramos caeríamos en la depresión más irredimible, sentiríamos un gran vacío, angustia, una desazón insoportable. Prueba de ello es que si por alguna razón, circunstancia fortuita y transitoria u ocupación excepcional que debiéramos atender, no lográramos disponer de al menos una hora diaria para la lectura, sentiríamos que el día está irremediablemente perdido. Y si después de esa circunstancia excepcional logramos recuperar nuestra rutina y hacernos de ese huequito de una hora para leer, dos o tres días más tarde necesitaremos que las horas de lectura sean dos, y después tres y más tarde cuatro. Y así. Intentando retornar, o al menos aproximarnos, a aquellas idílicas noches de verano de nuestra adolescencia, en las que al anochecer nos escondíamos del mundo en nuestra habitación y nos dejábamos arrastrar por historias de todo tipo, hasta que los rayos del sol, filtrándose por las rendijas de la ventana, empezaban a recuperar los objetos a nuestro alrededor y, en complicidad con los ruidos de la calle, nos empujaban nuevamente a la realidad que queda de este lado de los libros.

Pero lejos está esta nota de pretender decidir sobre la utilidad o la ineficacia de la lectura en el hombre “moderno”. Y cuando aquí hablamos de lectura queda claro que nos referimos a los géneros ficción, poesía o ensayo y no a la lectura de los tuits de Jorge Rial o al tratado de biología que nos dan para estudiar en el colegio.

Preferimos que sea el lector de esta columna quien decida si tiene o no algún valor la costumbre viciosa de leer. Y aunque nos juzguemos tentados de aventurar una respuesta, dejaremos que cada lector pueda elegir libremente entre Shakespeare y la nota de Olé sobre la llegada al país del Tano De Rossi, entre Tirso de Molina y las declaraciones de Susana Jiménez para la revista Pronto.

Si después de todo, y como le hizo decir García Márquez a un personaje de “El amor en los tiempos del cólera”, a la vida no la enseña nadie.

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