Opinión | La última batalla de la guerra fría


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])

Corría el año 79 y los militares argentinos habían tenido tiempo más que suficiente para “depurar” el país. Entre otras cosas, habían construido una realidad virtual con la inestimable colaboración de los medios de prensa. “Mónica presenta” en Canal 13, los inefables Clarín y La Nación (ya con el insumo barato de Papel Prensa), los programas de entretenimientos de Fernando Bravo los sábados a la tarde, el Gordo Muñoz en Rivadavia y hasta el noticiero de Radio Olavarría, conducido por cierto periodista cuyo nombre ya no recuerdo, contribuían a dar sustento a esa construcción imaginaria que intentaba sostener con argumentos básicos y elementales a la dictadura más sangrienta. Algunos intentaban romper con ese cerco tratando de sintonizar la AM de Radio Colonia. Recibir noticias desde el exterior era como abrir la ventana y ver qué estaba ocurriendo afuera, como encender la luz en medio de la noche.

Por esos años comenzaron a llegarnos ecos de lo que sería la última batalla de la Guerra Fría. Edén Pastora ―el Comandante Cero―, había tomado pocos meses atrás el Palacio Nacional en Managua y el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) se acercaba al poder. Los Estados Unidos le soltaban la mano al último de los Somoza ―miembro de una familia que había controlado el país durante décadas― y empezaban a ensayar otra estrategia para volver a controlar Nicaragua formando un ejército que pasaría a la historia con el nombre de la “contra nicaragüense”.

Se jugaba en Nicaragua mucho más que la simple destitución de uno de los tantos dictadores con los que Estados Unidos dominaba América Latina. Nicaragua era la demostración más cabal de que la guerrilla cubana, liderada por el Che y Fidel, no había sido una acción inédita e irrepetible sino que, por el contrario, después de 20 años comenzaba a reproducirse y expandirse con éxito en Centroamérica. Si bien la revolución del FSLN no era más que el movimiento de un peón en el ajedrez mundial de la Guerra Fría, resultaba totalmente inadmisible para la reputación de los Estados Unidos. Por esa razón no ahorrarían esfuerzos en armar a la “contra” y someter a Nicaragua a uno de sus ejemplificadores bloqueos económicos, aplicado con algo de disimulo mientras se mantuvieron los demócratas en el poder y de manera ostensible desde el 81 cuando asumió la presidencia Ronald Reagan.

Tal como afirma Sergio Ramírez ―intelectual nicaragüense que acompañó como vicepresidente a Daniel Ortega en el primer gobierno Sandinista― en su ensayo autobiográfico “Adiós muchachos”, la revolución no pudo mantenerse por errores propios y por la presión externa. Fiel a su promesa inicial, los sandinistas llamaron a elecciones libres en 1990 y la oposición, liderada por Violeta Chamorro y apoyada por Estados Unidos, derrotó en las urnas al sandinismo. Y si bien en la actualidad, Daniel Ortega (ya sin su compañero de fórmula Sergio Ramírez, convertido ahora en opositor) recuperó democráticamente el poder, de ningún modo puede afirmarse que la revolución haya recuperado su lugar, ya que para recuperar el poder Ortega debió resignar principios elementales del sandinismo, debió transar con la contra, debió embarrarse los pies en un cínico pragmatismo que lo aleja de los ideales que impulsaron su rebeldía juvenil.

Dentro de unos días se cumplirán 40 años de aquella gesta histórica que con mi viejo seguíamos a través de Radio Colonia los días que no había tormenta y la onda corta se sintonizaba sin interferencias. Una revolución más, como tantas, traicionada, envilecida, olvidada. Edén Pastora y Daniel Ortega en el gobierno actual de Nicaragua apenas si estimulan la nostalgia, impiden olvidar que alguna vez hubo un pueblo que supo organizarse para terminar con el ignominioso sometimiento al que los condenaba un ser mísero y burdo como Anastasio Somoza. Son, tal vez, la prueba más concluyente y visible de que si bien pueden cambiar las tácticas, pueden actualizar los procedimientos y hasta pueden modificar la retórica, en el fondo, los Estados Unidos mantienen inalterable a través del tiempo su propósito de dominar América Latina.

La maniobra para sacarse de encima a Lula en Brasil nada tiene que ver con la utilizada por la contra nicaragüense, Juan Guaidó poco tiene que ver con Violeta Chamorro, sin embargo, el espíritu colonialista de Estados Unidos no se diferencia en nada del aquel que la Guerra Fría justificaba.

Se quedó corto Gardel cuando dijo que veinte años no es nada. Tampoco han sido nada estos cuarenta que están a puntos de cumplirse desde que Nicaragua se desprendió del bochornoso lastre de los Somoza.

¿Tendrán Bolsonaro o Macri más estatura intelectual que Tachito Somoza?, es posible. Sin embargo, estamos otra vez en el punto de partida.

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