El día que llovieron buñuelos, un cuento de Río negro


Por: Arq. Jorge Hugo Figueroa. Tiempo de lectura estimado:  3:00 minutos  

En la ladera de una sierra vivía un matrimonio muy pobre. Trabajaban la tierra de sol a sol, pero la cosecha era siempre magra.

  Una vez por mes bajaban al mercado del pueblo a vender quesillos de cabra, yuyos para curar el hígado o la piel de algún zorro.

  Los dos eran más bien callados pero cuando se encontraban con gente del lugar, el hombre se ponía a hablar y hablar y ya no podía para más.

  Un día que fue a juntar sus cabras, desparramadas por la sierra, encontró en el camino una bolsa llena de dinero. Corrió al rancho y se la mostró a su mujer, que por único comentario, le preguntó:

  • ¿No te encontraste con nadie?
  • Con nadie – le contestó el marido – y con las ganas que tenía de contar lo que me pasó, Vieja, ¿por qué no bajamos al pueblo, así se lo comentamos a todos?
  • Tengo que terminar de preparar los paquetes de yuyos que me encargó doña Filicaria – le dijo su mujer – eso me llevará uno o dos días. Yo por mi parte pienso seguir trabajando como antes, aunque seamos ricos.
  •   El hombre aceptó de mala gana y se fue a dormir un rato. La mujer se quedó pensando:
  • ¡Hay! marido mío, tan bueno que sos, pero ¿por qué serás tan imprudente? Veré cómo hacer para que te des cuenta que también hay que saber guardar un secreto.
  •   Entonces juntó toda la harina y los huevos que le quedaban y preparó una montaña de buñuelos que desparramó frente al rancho.

  Corrió hasta la trampa para zorros y formó un muñeco de arcilla que colocó dentro, pero tampoco descansó allí, porque después  tomó la bolsa con el dinero y la escondió en el hueco de un árbol seco.

  Cuando su marido despertó, la mujer le dijo:

-Sabés que hace un rato pasó la maestra con el burrito y me comentó que te esperan en la escuela, así aprendes algo.

-Cómo voy a ir, si soy demasiado viejo para esos trotes –se rió el hombre– mejor voy a ver si cayó algún animal en la trampa. Aunque seamos ricos, más vale seguir trabajando.

-¿Ricos? –preguntó la mujer– para mí que lo soñaste.

-¿Cómo y la bolsa?

-¡Que bolsa?

-Pues la bolsa de dinero que encontré hace un rato.

-No sé qué habrás comido para tener sueños tan raros.

  El hombre salió del rancho para despejarse la cabeza. Cuando vio los buñuelos entró corriendo mientas gritaba:

– ¡Vieja, vení a ver: llovió buñuelos!

La mujer sacudió la cabeza y dijo

-Será que ahora los buñuelos crecen en los árboles ¡Quien lo hubiera creído!

  El hombre volvió a salir, pero al poco tiempo entró otra vez gritando:

-¡Está bien, habré soñado lo demás, pero mirá lo que encontré en la trampa para zorros: un muñeco de arcilla. Te propongo que nos comamos los buñuelos, a ver si me despejo un poco porque no entiendo lo que está pasando.

  A la mañana siguiente, justo cuando se estaban preparando para bajar al pueblo, los sorprendió escuchar el galopar de caballos que se acercaban. Unos minutos más tarde dos jinetes aparecieron por un recodo del camino y se detuvieron frente a ellos. Con voz amenazante gritaron:

– ¿No encontraron por ahí una bolsa llena de dinero?

  El hombre sin darse cuenta que se trataba de dos asaltantes, se adelantó y dijo:

Sí, si; fue ayer por la mañana ¿te acordás vieja?

  La mujer sacudió la cabeza en silencio, entonces él continuó:

Pero, ¿no te acordás que por la tarde llovió buñuelos y después encontré un muñeco de arcilla en la trampa?

  Ella seguía en silencio, siempre sacudiendo la cabeza; entonces él se golpeó la frente y gritó:

¡Pero mujer si fue cuando la maestra me buscó para ir a la escuela!

  Los hombres habían escuchado ese extraño con gesto amenazante. Se miraron, sacudieron ellos también la cabeza; después se alejaron al galope, mientras gritaban:

Que nadie se entere que pasamos por aquí.

Marido y mujer quedaron mirándose; entonces ella lo llevó hasta el árbol hueco y le mostró la bolsa. Él la abrazó y le dijo:

Vieja pícara, me hiciste pasar por totnto; la verdad es que me lo merecía. Casi perdemos la bolsa y por poco la vida.

  Desde entonces vivieron tranquilos sin pasar más penurias.

Arq. Jorge Hugo Figueroa.


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