Filosofía barata de domingo gris a la mañana

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Juancito fue el que empezó a joder con la idea. Nos tenemos que juntar, decía, no puede ser que en cuarenta años casi no nos hayamos visto. Tanto insistió que, en un momento dado, y no tanto por convicción sino para evitar su hostigamiento permanente, le dimos vía libre para que pusiera en práctica su proyecto. Después se engancharon Cristian y Tito López, ayudaron consiguiendo una quinta en donde hacer el asado, hicieron algunas compras, contactaron a varios más del grupo.

De los sesenta que egresamos de la Escuela Industrial, dos divisiones más o menos de treinta alumnos cada una, todos varones según convenciones y prejuicios de esa época, aunque ahora no importe ese detalle y hasta pueda parecer innecesario mencionarlo, logramos reunir casi cuarenta.

Es que muchos no están, se justificaba Juancito, andan dando vueltas por el mundo. A Roberto la empresa lo mandó a San Luis y el Flaco Hendrich no volvió nunca de Chile. Es que conoció a una chilena, dice Juan con la boca llena de pan con salamín mientras empina el vaso con Gancia y reprime una carcajada.

A la mayoría no los veía desde que salimos del colegio. Los fuelles de la piel más marcados, el pelo, si todavía resiste, emblanquecido, desteñido, emprolijado por un pudor cuya ausencia, en aquellos años, nos hacía distintos y felices. El mejor atleta del colegio, el que conducía a los equipos de fútbol a la victoria, apenas si puede caminar apoyándose en las paredes, el flaco pintón al que no se le resistía ninguna mina, ahora barrigón y desalineado, ni rastros de esa sonrisa compradora que un profe alguna vez comparó con la de Carlitos Gardel.

Y así podría seguir todo el día, pero más allá de estas circunstancias totalmente irrelevantes y anecdóticas, lo que resulta más sorprendente es que, en el fondo, es decir en lo esencial, en lo que nos sale de adentro, seguimos siendo los mismos. La misma forma de reírnos, de hablar. Algo entorpecida por el vino, si me apuran, pero casi idéntica, exageradamente idéntica diría. O peor, exacerbada en sus connotaciones caricaturescas, empeorada en sus detalles particulares, esforzadamente mejorada en su capacidad corrosiva, o, dicho de otro modo, despojada ya de aquel esfuerzo que hacíamos por fingir que en realidad éramos otra cosa, esfuerzo, en aquel tiempo, imprescindible para poder pasar al frente y dar bien una lección o para conquistar a una chica, para conseguir laburo, en decir, para llenar ese vacío que se nos presentaba cuando los profes nos aseguraban que teníamos “la vida por delante”.

Ahora empezamos a ver la vida que nos va quedando por detrás. Y a diferencia de la que teníamos por delante, esta otra es irreversible, imposible de cambiar, y entonces no tiene sentido fingir, ya todos sabemos qué tan buenos o males éramos en cada uno de los aspectos en los que nos preparábamos para descollar.

Nadie, tal vez, o casi ninguno de nosotros, pudo cambiar lo que amagábamos con ser a los catorce, quince años. Apenas si algunos pudieron corregir un poco la dirección, apenas. El flechazo al aire de aquella adolescencia de mañanas en el taller de tornería, Guerra de Malvinas y corbatas deshilachadas resultó irrevocable, fatal. En gran medida fuimos lo que hicieron con nosotros aquellos profes, aquellos maestros de taller. Está ahora más que claro, resulta imposible despojarse de un prejuicio asimilado en la adolescencia, imposible resignar ese hábito que supuestamente alguna vez fue una virtud. Quedamos condenados a transitar indefinidamente esa huella predecible que las circunstancias imprimieron en nuestras voluntades.

Sin embargo, lo que resulta misterioso es el cambio físico. Hay muchas maneras de envejecer y los caprichos de la naturaleza al hacerlo nos impiden asignarle al cambio físico alguna lógica más o menos consistente. Me hubiera resultado imposible imaginar, en aquellos años, cómo sería el Loco Olivera a los cincuenta y pico, sin embargo, ahora que veo al Loco Olivera a los cincuenta y pico me parece de lo más natural que sea así como es. Envejecer es un acto sencillo en apariencia, pero infinitamente complejo de predecir en los caprichos de su deterioro físico.

Los vínculos afectivos, por su parte, se profundizan. Quien más, quien menos, tuvimos que movernos en ámbitos hostiles que despertaron reminiscencias de aquella amistad cultivada en treinta cuadras de bicicleta, en las mañanas de pool para evitar la prueba de Física, en el sufrimiento codo a codo viendo la prueba de cien metros en las olimpíadas.

Ese preceptor que nos martirizaba con sus arbitrariedades estaba, sin imaginarlo, forjando los vínculos más obstinados que pueden forjarse, esos que decantan cuando nos sentimos expresiones de una misma queja, instrumentos de una misma y pertinaz injusticia.