Lluvias de enero, 500 años y vaguedades del desierto

Un poema y dos cuentos cortos pertenecientes al libro “Cuentos cortos para viajes largos.


Por: Arq. Jorge Hugo Figueroa / Tiempo de lectura estimado:  4:00 minutos

Lluvias de enero

Lluvias de enero, si pudiera volver

Días de hombría incalculable

Amantes que bajo sus gotas veo correr

Árboles enormes, secreto inviolable.

Lluvias de enero, que lejanas las siento

Las casas blancas, aquí eran grises

Y créanme, no les miento,

Cuando les digo que casi nada tenía matices

Lluvias de enero refrescando mi pasado

Creando barros suaves

Y descubiertos por los niños, librados de él en el lavado

Correr de los ligustros a las aves.

Tortafritas de aquellos días

Café con leche de aquellas horas

Nísperos deliciosos de plantas que no eran mías

Un secreto escondido, un robo de moras

Volver la vista atrás,

A aquellos placeres cotidianos

Recordar las travesuras del “nunca más”

Hermosas y frescas, las lluvias de aquellos veranos.

500 años

“Dichosas las tierras a las que el hombre civilizado aún no ha llegado, pues del edén son recuerdo”

Los labios aún partidos, Los ojos aún húmedos. Las manos aún temblorosas.

El hombre sobre la colina mira el borde del grano de maíz. El viento agita su pelo y agita al gusano que se alimenta del grano.

Un presagio. Una mente recorriendo los contornos de las formas. El gusano blanco busca aún más y el dorado se va extinguiendo.

Nunca había visto un gusano tan voraz.

Su pluma se ladea ahora. Y sus pies descalzos y morenos, como todo él, se ponen rígidos.

Se adelanta el tiempo, mueren los viejos buenos.

En el horizonte sinuoso, tres velas con cruces rojas brotan sin necesitar del Sol para hacerlo.

Vaguedades del desierto

Formas vagas rozaban el encordado de mis sentidos. Los lagartos, mientras tanto, se habían dedicado a calentarse al Sol, observando impávidos el pasar de las escasas nubes.

De chico creía que eran de arena; más tarde comprendí que eso era imposible, aquí, en el desierto, el cielo debería estar siempre nublado. El resto de la tribu nunca lo entendió.

La sequedad de la boca era una constante y la conocíamos desde el momento de nacer. Que por cierto era algo muy duro dadas las condiciones en que vivíamos. De todos modos nunca dejaba de ser un hecho muy especial.

A veces aquellas reducidas bandadas de nubes ocultaban a las aves negras. Felices instantes por la probable abundancia. Siempre y cuando las saetas las alcanzaran y los arcos junto a los brazos empuñantes soportaran sin partirse.

Momentos presos en mi mente. Las lluvias que nunca llegaron. Los éxodos que se repetían hasta el fin, buscando los rebaños.

Crecimos junto al calor de los fogones, cuando oscurecía y al calor del Sol desde el amanecer.

Formas vagas rozaban las suaves dunas, sombras proyectadas por aquellas nubes que tanto deseamos tocar y de las que siempre estuvimos tan lejos, tan lejos como la arena que pisábamos y de la cual creíamos que estaban formadas.

Aquella tarde, las formas vagas también rozaron mi mente y al fin se decidieron a entregar su tan preciado contenido. Las únicas dos gotas que otorgaron, fueron lágrimas que rodaron por mis mejillas.

Arq. Jorge Hugo Figueroa.


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