Los cuentos del verano: ¿Cuántos años dura una guerra?

Cuentos / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

El hermano mayor del Gato era el único que tenía edad para hacer el servicio militar. El Negro, así se lo conocía en el barrio, casi no formaba parte de la barra desde que se había hecho de novio con la chica que trabajaba en la despensa de la esquina.

Cuando nos enteramos de que el Negro tenía que viajar hacia el sur, nos organizamos para ir a despedirlo a la estación. Estaban los padres, lógicamente, y la novia, a la que don Enrique le había dado permiso para que dejara la despensa por un rato. La estación estaba repleta de gente, regalaban unas banderitas argentinas de plástico, pequeñas, con un palito delgado también de plástico a modo de mástil.

La gente despedía con orgullo y optimismo a esos supuestos soldados, digo supuestos porque para nosotros eran unos chiquilines que habían jugado a las bolitas con nosotros hasta no hacía mucho.

Cuando volvimos al barrio me pidieron, tal vez por ser el único que iba a Industrial, que hiciera una estimación estadística de cuánto podía a llegar a durar la guerra. Hay guerras que han durado siete días y otras, cien años, respondía yo haciendo gala de mis conocimientos de historia. Dale Chino, no jodas, agarrá las diez últimas guerras, fijate cuánto duraron y sacá el promedio, más fácil imposible.

Entonces yo hacía como que pensaba, tiraba un número al azar y ellos se quedaban haciendo cuentas, cada uno en función de la edad que tenía en ese momento, tratando de determinar si les podía llegar a tocar o no incorporarse al ejército en medio del conflicto.

Al final duraron mucho más el traslado hacia las islas, las movilizaciones de apoyo, las colectas para juntar dinero y joyas en ayuda a los soldaditos que la guerra en sí misma. Nos habíamos organizado para mandarle una encomienda al Negro todas las semanas. Juntábamos yerba, masitas, latas de conserva, recortes de diarios. Al final, antes de cerrar la caja, dejábamos bien a la vista, arriba de toda la mercadería, la carta de la novia. La señora Leticia me pedía que pasara a buscar alguna contribución suya y nos demorábamos en interminables conversaciones mientras tomábamos mate, ella también quería colaborar.

Nos llegaban informaciones contradictorias sobre cuál había sido el destino del Negro y jamás recibimos una carta suya de respuesta. Asumimos que estaría demasiado ocupado poniendo a raya a esos ingleses como para respondernos a nosotros.

Seguíamos la guerra por los diarios y por la televisión. A las nueve de la noche nos juntábamos en la casa de Nacho a ver el informativo y tratar de descubrir al Negro en alguna imagen. En pocos días pasamos de la euforia total y la sensación de que les daríamos un escarmiento inolvidable a los piratas ingleses, a tener que masticar el sabor agrio de la derrota, derrota humillante por otra parte, innecesaria, incomprensible.

Todo salió como había anunciado mi viejo, que ante mi estupor afirmaba que “deberíamos agradecerles a los ingleses, ya que se tuvieron que tomar la molestia de venir hasta acá, de que no se queden con la Patagonia, como para justificar semejante viaje”. Tiempo después supimos que si no pisaron el continente fue por especial pedido de Estados Unidos, porque si hubiera sido por ellos quién te dice.

Cuando el Negro volvió, sólo nosotros y la novia lo fuimos a esperar. Ni siquiera sus padres lo hicieron, todavía aturdidos por la angustia de esos meses. Ya nadie repartía banderitas ni gritaba consigna belicistas o patrioteras. Los milicos hicieron las maletas y se empezaron a ir de a poco, como quien no quiere la cosa.

El Negro nos contó que ni siquiera había llegado a las islas, apenas si había formado parte de un ejército de reserva que esperaba para intervenir en el conflicto si era necesario. Jamás había recibido ni las cartas ni las encomiendas. Ya nunca volvió a ser el de antes, estaba raro. Poco tiempo después dejó a la novia porque decía que en su ausencia lo había engañado. Ya no volvió a jugar de puntero derecho en el equipo del barrio.

Desde la municipalidad le consiguieron un trabajo. Tenía que registrar el consumo de agua en los medidores de cada domicilio. Lo hizo una vez y, a partir del mes siguiente, llenaba las planillas sin recorrer los domicilios, inventado los datos, repitiendo con ligeras modificaciones el registro inicial, sentado en una de las mesas de Bianca tomando cerveza.

A un usuario que estuvo varios meses fuera de su casa le llamó la atención que el consumo de agua se hubiera mantenido invariante y presentó una queja. No necesitaron investigar mucho para descubrir los artilugios del Negro y lo despidieron. A esa altura, el Gato ya trabajaba en el banco y empezó a ayudarlo económicamente. Después yo me fui de la ciudad y no supe de él por mucho tiempo.

Ahora suelo verlo algún 2 de abril, portando la bandera de los veteranos de guerra y desfilando ante las autoridades municipales y los chicos del colegio. La mirada altiva y recta hacia el frente, las piernas, que corrían bien pegaditas a la raya en el potrero, ahora frágiles y cansadas. En los desfiles, cuando pasa al lado mío me guiña un ojo con disimulo, tratando de no perder el paso, el pecho inflado, la mirada apenas con un dejo de la marcialidad con la que nos despedimos en la estación del Roca. El vaivén de su andar cansino bamboleándose entre la humillación y el heroísmo. Entonces yo, cuando lo veo, creo tener la respuesta a la pregunta que me hacían en aquel momento, una guerra no termina nunca.

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