Los cuentos del verano: El último gol del Bocha
Cuentos / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Cuando le comenté a mi vieja que el sábado teníamos que jugar de visitante contra el equipo de “la loma”, levantó las cejas y, como si adivinara mi pensamiento, esperó paciente a que completara lo que quería decir. Es que ahí si no te ganan te fajan, le dije. Dejó de revolver la olla del estofado y empezó con el conocido rosario de reconvenciones. Sos un prejuicioso, arrancó, para terminar varios minutos después, luego de pasar por el consabido “borrego de miércoles”, el “quién te creés que sos” y el “tus amigos son todos unos tilingos”, asegurando que esos chicos de atrás de la vía seguramente eran más civilizados que nosotros, los del “lado de acá”.
Ese sábado pude comprobar que realmente me había equivocado con las expectativas que tenía antes de ir a jugar: no era necesario ganarles para que te fajaran, a veces ganaban ellos y te fajaban igual y por las dudas te lesionaban un par de jugadores.
Cuando aparecí en la cocina de mi casa, con un ojo todo machucado y el labio roto, mi vieja estaba planchando la ropa. Como ya se había olvidado del partido, me preguntó asustada qué me había pasado mientras corría a buscar un paquete de algodón. Nada, le dije, son cosas que me pasan por ser prejuicioso. Por supuesto que le dio lástima pegarme una cachetada viéndome en el estado que estaba y se contuvo.
Después de ese partido fijamos una estrategia: de visitante a “la loma” iríamos con algunos suplentes para proteger a nuestros mejores jugadores y dejaríamos que nos ganaran dos o tres a cero. El Bocha protestaba porque quería ir a pesar de ser nuestra carta de triunfo. ¿Mirá si te lesionan, Bocha? Argumentábamos nosotros. Entonces el Bocha bajaba la cabeza y se iba a la casa puteándonos en voz baja.
Al Bocha le habíamos puesto el sobrenombre por Bochini. Tenía un parecido físico, hirsuto, medio debilucho, flacuchento, además jugaba como los dioses. Tenía algo que ninguno de nosotros tenía: criterio. Jamás rifaba una pelota, la podía perder, claro, pero siempre intentaba dominarla, levantar la cabeza, jugársela a un compañero bien ubicado, es decir, intentaba armar juego, tejer un avance, hilvanar jugadas. A veces exageraba con su prolijidad para salir jugando y teníamos que rajarlo a puteadas un poco para que se apurara.
La estrategia para ir a jugar atrás de la vía nos dio resultado durante todo el año. No sumamos un solo punto en esa cancha, pero tampoco volvimos a cobrar.
En diciembre se jugaban las semifinales a partido y revancha y por sorteo nos tocó contra ellos. El primer partido lo jugamos en el Prado Español y apenas ganamos uno a cero a pesar de dominar desde el primer minuto. Había que ir a defender esa ventaja a la canchita de la loma. Ahí no había estrategia que valiera, teníamos que ganar o ganar, una cosa era ir tranquilos cuando se jugaba por suma de puntos y otra cosa jugarse el pase a la final del torneo. Tuvimos que ir con todo el equipo titular. Al Bocha le pedimos que no gambeteara demasiado para evitar que lo sacaran de la cancha de una patada.
Esa tarde llegamos bien sobre la hora del partido para no dejarnos intimidar por la hinchada contraria, que era la única, además. Nos metimos bien atrás para cuidar el resultado y durante el primer tiempo nos funcionó. Cero a cero. El descanso duró menos de los quince minutos reglamentarios, tuvimos que suspenderlo cuando el ambiente afuera de la cancha se estaba poniendo espeso.
El segundo tiempo empezó igual que el primero, pero el árbitro, que lógicamente era del barrio, nos empezó a bombear. Hubo un entrevero en el área nuestra y al Chato Rodríguez, nuestro fulbá, se le fue un poco la pierna y nos cobraron penal. El Gato Rivera se tiró a un palo y se raspó todo el costado cuando cayó sobre la tierra seca y las piedras que asomaban desde abajo. Fue gol y estábamos uno a cero abajo y empatados en el global.
El partido se volvió parejo otra vez, trabado, parecía estancado. Por momentos se abusaba de la pierna fuerte y hubo dos o tres encontronazos violentos que enardecieron a la hinchada local. El referí vio que la mano venía complicada y debe haber pensado que no estaba tan mal ir a la definición por penales. Se apuró a declarar que faltaban cinco minutos cuando en realidad faltaban cerca de quince.
El Bocha empezó a bajar cada vez más atrás cuando vio que la pelota no le llegaba. Empujaba, siempre criterioso, hacia arriba. Tiraba pases cortos y buscaba paredes que nunca le llegaban de vuelta. El árbitro había levantado la mano con el índice hacia arriba indicando que faltaba un minuto cuando el Bocha me la pidió en el círculo central. Se la toqué con la punta del botín y en vez de pararla la dejó pasar a la vez que giraba el cuerpo, desacomodando al marcador que tenía encima. Quedó de frente al arco rival, la defensa lo esperaba, ordenada, pensando más en los penales que en ese flacucho que encaraba con velocidad. Se tiró a la derecha y cuando pasó al lateral, el central tuvo que salir a cortar y el Bocha, con una pisada que los relatores de ahora calificarían de “memorable”, lo dejó sentado en la tierra.
Ni se te ocurra terminarlo ahora, le dije al referí cuando vi que se llevaba el pito a la boca. El Bocha, con una tranquilidad exasperante, levantó la vista y vio que el arquero estaba adelantado. Entonces la empaló, sutil, suave, con la cara externa del pie derecho, lo que ahora, los relatores, creyéndose ingeniosos, llaman “tres dedos”. La pelota hizo una especie de comba rara y dejó un silbido que como una estela se fue apangando de a poco. O al menos lo dejó para mí, o tal vez, ese silbido lo agregó el recuerdo que ha regresado cíclicamente, durante todos estos años, a mi memoria. O habrá quedado, tal vez, de alguna de las tantas veces que, en alguna reunión de amigos, o contándoselo a mis nietos, me pudo haber parecido adecuado agregarle un ingrediente más a la historia, para darle más emoción a un relato que ya de por sí podría catalogarse de mítico. El caso es que la pelota se coló por el segundo palo, bien arriba, justo cuando se oía el pito del referí, histérico, apresurado, tardío.
Si cuento todo esto no es para alardear de aquel equipazo de barrio, ni para exagerar las condiciones del Bocha, que ese mismo verano se mudó con su familia a otro barrio y unos años después se fue a estudiar a La Plata y no lo volví a ver en mi vida, sino para que los pibes de ahora no se dejen engrupir con el verso de que antes, el barrio, los juegos en la vereda, el compañerismo… y toda esa zanata. El barrio, en aquellos años, era hostil y discriminatorio, nacer de un lado o del otro de la vía te permitía denigrar al otro, tratarlo de… bueno, ahora queda mal decirlo. Nacer de un lado o del otro te marcaba para siempre, definía tu futuro, grababa un derrotero del que nadie podía salir. Ahora es distinto me han dicho, en la escuela enseñan a respetar, la patria es el otro leí en la remera que llevaba una piba jovencita que vi por la calle y no me pareció tan mal.
No sé si fue el Chato Rodríguez o Marito Suárez el que dio la orden de la retirada cuando la pelota todavía estaba entrando al arco. Salimos despavoridos por el costado de la cancha que daba hacia las vías del ferrocarril. Tuvimos suerte de que la parcialidad local, por llamarle de algún modo, estaba sobre el otro costado, a la sombra, no tanto para resguardo de ellos mismos sino de las damajuanas de vino que cada tanto se pasaban de mano en mano.
En el apuro dejamos la pelota, que era nuestra, el bidón con agua y la gorra del Gato Rivera adentro de un arco. Habremos hecho una o dos cuadras cuando notamos que nos seguían. Me di vuelta y eso que vi, y que aún hoy definiría como una horda a pesar de quedar como prejuicioso a la vista de mi vieja, me heló la sangre. Los jugadores, la hinchada y hasta el mismísimo referí nos corrían despavoridos. Estábamos a dos cuadras de la vía cuando algunos de los nuestros empezaron a dar muestras de cansancio. Yo corría a toda la velocidad que me permitían las piernas y cada tanto relojeaba, cada vez que lo hacía me parecía tenerlos un poco más cerca.
Fue ahí cuando escuchamos ese sonido tan característico que a todos nos pareció una salvación divina. El tren de carga de las cinco de la tarde se acercaba al paso nivel de República del Líbano tocando pito. Por un momento pensé que el petiso López, que iba último, no alcanzaría a cruzar las vías antes de que pasara el tren y dudé entre quedarme a acompañarlo en la masacre que se venía o en salvarme yo. Al fin pasó justo, con el tren a unos pocos pasos. Del otro lado quedaron ellos, masticando bronca, prometiendo venganza.
Ya sobre la Pringles nos detuvimos a descansar y nos miramos con gesto de complicidad. Recién ahí entendimos que estábamos en la final del torneo.
Muchos años después, cuando mi hijo cumplió doce, lo mandé a jugar para el equipo de la loma sin que mi señora se enterara. Aunque en esa época ya no se comían crudo a nadie.
La final contra Roca Merlo se jugó a partido único porque los dos hacíamos de local en la cancha del Prado Español. Mis viejos fueron con mi hermana a verme y eso hizo que jugada un partido medio flojo. Igual ganamos cuatro a cero. El Bocha no metió goles aquella tarde, tal vez quería despedirse con esa definición excelsa por arriba del arquero en la canchita de la loma.
Aquella fue la última vez que salimos campeones.
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