Los cuentos del verano: La señora Leticia

Cuentos / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Muchas veces me molestaba que la señora Leticia me tomara como el chico de los mandados. Con el tiempo me fui acostumbrando y aprendiendo a manejar ese tráfico de favores que consistía en ir hasta lo de don Enrique a comprarle un paquete de fideos a cambio de una limonada bien helada.
La señora Leticia había llegado al barrio pocos años atrás, vivía sola en una casa alquilada al lado del terreno baldío donde jugábamos a la pelota. Una vez mis viejos estaban hablando de ella en voz baja y dejaron de hacerlo de inmediato cuando me vieron llegar. La señora Leticia debe ser una chismosa, deduje yo, sabiendo que a mi viejo le reventaban las viejas conventilleras del barrio.
Esa tarde habíamos acordado con los chicos de la barra ir hasta el centro a jugar al pool. Salí de casa como a las siete y, como todavía era temprano, me crucé hasta la casa de la señora Leticia para ver si necesitaba algún mandado.
Pasá, me gritó desde el interior de la casa cuando le toqué el timbre. Esperame un segundo, dijo. Sentate.
Unos minutos después apareció con el pelo mojado y una especie de batón que le quedaba pegado al cuerpo.
Pasaba por si necesita algún mandado, le dije.
¿Cuántas veces te he dicho que no me trates de usted? ¿No te dije que tengo treinta y seis años?
Yo me debo haber ruborizado. Miré para otro lado sin poder ocultar mi vergüenza, queriendo disimular mi torpeza.
Cuando se dio vuelta para abrir la heladera la vi, tal vez la vi por primera vez en mi vida. Sentí una mezcla de pudor por mirar lo que no debía y la tentación irredimible de dejarme arrastrar por ese impulso incalificable que desde hacía tiempo había comenzado a atormentarme.
Lo que me gusta de esos batones que se pegan al cuerpo es que copian justamente el cuerpo tal cual es, tal como la biología o dios, o quién sabe quién lo hizo, emulan la geometría con la que esa trampa de la evolución nos trajo hasta acá. Los jeans, en cambio, no copian, imponen. Fuerzan a la carne a que se acomode, a que se amolde según las modas, según los caprichos que algún diseñador famoso, el verano pasado, en Europa, logró imponer.
Sacó la botella de cerveza que el día antes me había mandado a comprar a la despensa de don Enrique y la dejó sobre la mesa. Buscó dos vasos, un destapador. Sirvió y se sentó en frente de mí.
Como no quería quedar como un pendejo, le conté que había cumplido dieciocho y que estaba esperando que me llamaran para la colimba.
Después de brindar ya no pude resistirme a espiar su escote. Cada vez que me descubría, ella se cerraba instintivamente el batón y yo me ponía colorado y desviaba la mirada.
Me están esperando los chicos para ir al centro, dije. Ella me miró sin hablar, hizo una mueca con los labios que se pareció a una sonrisa y tal vez lo fuera. Me tomé de un trago lo que quedaba en el vaso y noté que ahora no me resultaban tan desagradables esas pequeñas arruguitas que se le formaban donde termina la boca.
Sirvió más cerveza en cada vaso y me invitó a pasar al living. Vamos a estar más cómodos, dijo.
Bajó las persianas y mientras acomodaba un disco en un combinado del tiempo de Ñaupa, como diría mi abuela, me dejé tentar y volví a contemplar la curvatura de sus piernas, marcadas nítidamente por el contorno del batón beige. Ahora, la penumbra que inundaba el lugar, ofrecía un contraste más turbador entre luces y sombras y resaltaba en toda su anchura la majestuosidad de unas caderas que lentamente se iban cerrando para delinear una cintura delgada, perfecta.
Se empezó a oír una música suave y, enseguida, la señora Leticia volvió a sentarse de piernas cruzadas delante de mí. No sé si supe, adiviné o intuí que debajo del batón beige no llevaba ninguna otra prenda.
De lo que vino después sólo recuerdo fragmentos. Imágenes inconexas y fugases. Me permití mirar, ya sin reticencias, esas aureolas que se recortaban nítidas y casi se salían por el costado del escote, destacándose por el púrpura furioso, sanguíneo, salvaje de una piel que se resistía, estoica, al paso de un tiempo que inevitablemente terminaría por marchitarla.
Lo bueno de momentos como ese es que nadie tiene necesidad de tomar la iniciativa. Las cosas se van dando con naturalidad, un gesto promueve una mirada y una mirada obliga a un movimiento, al acercamiento mutuo. No sé si fue primero el beso en su cuello o su mano rozándome, descuidadamente, una pierna.
Nunca me perdoné no haber podido retener los segundos que nos llevaron desnudarnos. De pronto el mundo se apagó y ya no había otra cosa que la contemplación mutua de esa desnudez latente que el pudor, por suerte, nos reserva para extasiarnos muy de vez en cuando.
Jamás pude olvidar ese sudor pegajoso en el que nos perdimos, ciertos olores que por decoro no pienso describir, el gusto a flor marchitada y tabaco de su boca, la viscosidad tibia en la que nadamos por un rato, breve y eterno.
Los chicos vinieron a buscarte, me dijo mi vieja cuando volví a casa. Pasé derecho a mi cuarto y ya no quise otra cosa que recuperar la memoria de aquellos instantes, retener cada gesto y cada mirada, cada susurro de claudicación ante las arremetidas de placer que torpemente nos dábamos.
Desde esa tarde no dejé de visitar a la señora Leticia ni un solo día. Nunca más me pidió que hiciera un mandado. Odié esos códigos de machos resentidos que me impedían contar en la barra lo que no me dejaba dormir, lo que por primera vez me permitía reconocerme como hombre, aquello que, misteriosamente, era más importante que los partiditos de los sábados a la tarde. Igual, por las cargadas, supe que algo debían sospechar.
Dos meses después me incorporé al Ejército para hacer el servicio militar y, un año después, cuando me dieron de baja, la señora Leticia ya no vivía en el barrio.
No volví a verla por muchos años hasta que un día nos volvimos a cruzar. Venía del brazo de un señor caminando por el Parque Mitre. Las aureolas de sus pechos ya no se destacaban en la exuberancia de un cuerpo alguna vez generoso. Las arrugas de su boca habían logrado imponer la despótica prepotencia del tiempo. Me miró y me descubrió en el atardecer de un día, recuerdo, de mucho calor. Me sonrió y movió la cabeza ligeramente en gesto de saludo respetuoso, formal. Tal vez haya sido mi imaginación o el recuerdo traicionero, el dolor por esos contornos firmes que copiaba aquel batón ochentoso y ajustado, beige e inolvidable. Pero juro que la vi o creí ver que me guiñaba un ojo.
Me detuve y la vi alejarse. Un poco más vieja, deslucida, algo lenta y apenas con ligeros vestigios de esa mirada provocadora que alguna vez había sido mía. La vi perderse en el parque, entre jóvenes que pasan corriendo y madres que sacan a pasear a sus hijos, tan hermosa como siempre.

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