Navarro Montoya contra el perro

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Poco después de recibirme de ingeniero conocí a una chica. Salimos dos o tres veces y empezó con la cantinela de que su familia ―sobre todo mi viejo, dijo―, me quería conocer. Después de hacerme rogar un poco accedí a visitarla una tarde. El potencial suegro vivía en un chalet de dos pisos en barrio San Vicente. De la nada había amasado una pequeña fortuna gracias a su actividad como comerciante, creo que vendía zapatos.


Lo primero que hago cuando visito una casa que no conozco es ver si tiene biblioteca, o al menos algunos libros a la vista. Esta casa no sólo no tenía libros a la vista sino que, además, estaba atiborrada de adornos de dudoso valor estético: el clásico recuerdo de Mar del Plata en el que una foca de plástico transparente contiene un líquido viscoso con estrellitas plateadas que flotan, un cuadrito con la foto del dueño de casa haciendo el servicio militar, cosas por el estilo.


Me convidó unos mates y me invitó a sentarme en el sillón mientras su esposa y su hija se metían en la cocina. Enseguida adoptó un tono de pretendida complicidad, con gran esfuerzo intentaba alejarse del estereotipo de padre chapado a la antigua. Empezó a hablar sin poder escaparle a los lugares comunes más básicos. Viene tormenta, dijo primero, puede ser que llueva de una vez por todas, ya no se aguanta este calor. Me limité a mirar por la ventana como queriendo cerciorarme de la tormenta, mis precarios conocimientos de meteorología inhibieron cualquier comentario. Después intentó con el fútbol, se aseguró de que yo también fuera de Boca. ¿Vas a mirar el partido esta noche? Esta copa Libertadores tiene que ser nuestra, Batistuta está muy afilado. Por supuesto que en eso coincidí, creo incluso que me animé a pronosticar una victoria abultada. Si mal no recuerdo era aquel partido por semifinales en que un perro de Carabineros de Chile mordió al Mono Navarro Montoya y encima nos ganaron tres a uno con un gol sobre el final. Una de las mayores frustraciones que sufrimos los boquenses.


Desde la cocina llegaba una especie de murmullo vacilante, traté de determinar sin éxito si las mujeres se fastidiaban por la conversación del padre de familia o por el desinterés que yo mostraba por la conversación.


Medio resignado y como último intento me habló de política. Me entusiasmé y escuché con atención. La expectativa duró muy poco, en aquellos años estar más a la derecha que Menem no admitía ni siquiera una respuesta descortés.


Aburrido, fue al grano.
¿Che, y vos a qué te dedicás?
Me alegré de que la conversación estuviera llegando a su fin.
Yo soy escritor, le dije.
Sí, sí, algo me comentó la nena, pero lo que quiero decir es ¿de qué pensás vivir?


Supongo que no debo haber podido evitar una sonrisa irónica, desvié la mirada y no encontré más que la foto de la colimba, en vano volví a echar un vistazo en busca de algún libro, al menos esos de lujo que se compran no por su valor literario sino por su encuadernación y se usan como decorado. Nada. Me levanté y me fui humildemente. Me olvidé de aquel proyecto sentimental que ya había nacido trunco.
Muchos años después golpearon la puerta de mi casa. Creo que nos conocemos de algún lado le dije a la señora que esperaba parada en la vereda. Sonrió y entonces se pareció ligeramente a la jovencita que una tarde me llevó a tomar mate con su padre.


Quiero que me enseñes a escribir, dijo, ¿das talleres literarios?
No pero podría hacer una excepción, respondí.


¿Y cuánto sale?


Nada, no sale nada, lo hago porque de algo hay que vivir.
No sé por qué me acordé del Mono y del perro, me consolé pensado que un tiempo después vino Bianchi y compensó con creces esa copa que perdieron Batistuta, Giunta, Navarro Montoya y Alfredo Graciani… También jugaba uno al que le decían Gambetita y que ahora da cátedra de fútbol por televisión. Seguramente se hubiera llevado bien con el vendedor de zapatos, se ve que tiene muy en claro aquello de que de algo hay que vivir.

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