Opinión: La Esperanza terca

Por Simón Schwab

Francisco es el argentino más importante de nuestra historia. Pero no por su poder, ni por sus viajes, ni siquiera por su fama: por su forma de recordarnos que la fe verdadera, como la esperanza, empieza en lo pequeño. En el gesto de cada día. En el dolor abrazado. En la decisión terca de creer, aun cuando todo invita a dejar de hacerlo.

Cuando escribió a las comunidades educativas (2002), Francisco advertía que estábamos en un “momento fundante”: había que elegir entre seguir siendo un país o disolverse en la miseria y la corrupción. No hablaba solo a maestros y alumnos, sino a toda una Nación. La educación era apenas un símbolo: en realidad, el llamado era a vivir de modo tal que cada pequeño acto contribuyera a rehacer un tejido común, a recuperar la esperanza no como sentimiento vacío sino como virtud “de lo arduo pero posible”.

Esta manera de mirar la historia no es ingenua. Es profundamente realista, como lo muestra Emmanuel Carrère en El Reino. Allí cuenta cómo los primeros cristianos no eran santos perfectos, sino hombres y mujeres comunes, a menudo llenos de dudas, que sin embargo decidieron seguir caminando. Su fe no era una certeza blindada; era un acto de coraje cotidiano. Pero, como diría Francisco, se animaban a creer que el drama no era todavía tragedia.

La fe de Francisco era una fe dramática, no triunfalista. Por eso articuló su pensamiento en cuatro principios rectores que hoy, ante su ausencia, nos ayudan a no perdernos:

Primero, que la realidad es superior a la idea. Como Carrère muestra en su crónica de las primeras comunidades, no fueron las ideas perfectas las que transformaron el mundo, sino la vida concreta de personas frágiles. Francisco insistía: no se trata de construir utopías abstractas; se trata de abrazar la carne herida del mundo.

Segundo, que el tiempo es superior al espacio. Hay que privilegiar los procesos a largo plazo sobre las conquistas inmediatas. Como los primeros cristianos, Francisco apostaba a que los grandes cambios maduran lentamente, en silencio, casi imperceptiblemente.

Tercero, que la unidad prevalece sobre el conflicto. No negaba el conflicto, no lo edulcoraba. Pero insistía en que la tarea humana es siempre reconciliar, sanar, tender puentes. Como aquellos discípulos de Jesús que, rotos, dispersos y heridos, siguieron reuniéndose para partir el pan.

Y finalmente, que el todo es superior a la parte. Que hay una mirada más grande que nuestras heridas personales, nuestras ideologías de turno o nuestras pequeñas derrotas. Francisco creía —y nos pedía creer— que formamos parte de algo más vasto, una historia de redención que nunca se clausura.

Hoy, su legado nos interpela. No es tiempo de bajar los brazos ni de mirar hacia atrás. Es tiempo de recordar que, como decía Carrère, creer no siempre es sentir que creemos: a veces es simplemente no olvidar que una vez creímos… y seguir caminando.

Quizás, a fin de cuentas, eso es también educar, gobernar, construir, amar: seguir caminando en la noche, guiados no por la luz que vemos, sino por la promesa de un amanecer que otros verán.

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