Por qué leer
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

El acto de leer se ha vuelto casi innecesario. Ya no resulta imprescindible saber leer para estar informado, ya ni siquiera debemos saber leer para, por ejemplo, enterarnos qué dice esta nota totalmente olvidable. Si se fija, estimado lector (porque aún, siendo una profesión inútil la de lector, igualmente me provocan simpatía) arriba de este texto hay un botoncito que convierte lo que escribo en sonidos, convierte esta simbología esotérica en voces, alivia el tedioso ejercicio de hallar mentalmente equivalencias entre símbolos e ideas, sucesión de letras o espacios y razonamientos, definiciones dudosamente hilvanadas y argumentos de exigua validez.
Cuando la Argentina despegó económicamente a fines el siglo XIX y necesitó mano de obra calificada para atender las demandas de la incipiente industria que surgía en torno a la exportación de carne vacuna, empezaron a llegar obreros polacos y rusos, españoles e italianos o alemanes. A diferencia del trabajador argentino, esos extranjeros poseían una característica extraordinaria, inaudita: sabían leer. Y no sólo sabían leer, sino que, a partir de esa notable diferencia comparativa, habían adquirido algo que era, para las clases dominantes, aún más peligroso que el hecho de saber leer, habían adquirido una ideología, se manejaban en virtud de un relato, concebían la realidad desde una óptica rigurosamente pergeñada y argumentada a partir de sólidos fundamentos dialécticos.
Aquellos obreros, anarquistas en su mayoría, socialistas otros, modificaron la realidad de un país a partir de un imaginario construido colectivamente y transmitido a través de los libros. Sin proponérselo, modificaron la sociedad argentina para siempre.
Hoy por hoy, ningún texto tiene la eficacia que han alcanzado otros medios alternativos. Ya nadie tuerce el voto de nadie escribiendo en la contratapa de Página 12 los sábados o domingos. Las posibilidades de que un texto cambie, como alguna vez lo hicieron los textos de Sarmiento o de Lugones, de Jauretche o de Walsh, el destino del país, resultan actualmente ínfimas, desestimables por completo. Nos gobiernan ahora otros símbolos, más efectivos, menos confiables, más rápidos en su propósito de inducir, menos rigurosos.
Entonces, y recuperando la inquietud inicial de esta nota, ¿para qué sirve leer? ¿Para qué leer cuando leer ha dejado de ser una manifestación de rebeldía? ¿Para qué leer, si leer resulta un acto inútil y egoístamente solitario? ¿Para qué leer si los que leemos ya no infundimos miedo a nadie?
Los que seguimos leyendo a pesar de todo esto, reivindicamos nuestra pasionaria manía no por creernos distintos sino más bien con el fin de disimular esa rareza anacrónica. Quienes aún hoy leemos, sostenemos nuestra porfía con la naturalidad del que sigue una costumbre, una pertinaz manera de matar el tiempo. Leemos, en definitiva, como un intento de aferrarnos a algo que nos haga más amena una realidad que sin los libros sería insoportable.
A los niños y niñas, en el colegio, los obligan a leer al menos tres o cuatro libros por año. Evidentemente debe haber una corriente de la didáctica moderna que encuentra en la práctica de la lectura cierto beneficio.
Nosotros, los lectores de siempre, no leemos ni sugerimos la lectura porque ejercite algunas habilidades cognitivas, tampoco porque agilice la cada vez menos útil capacidad para la retórica o estimule la curiosidad, menos aún porque resulte ventajosa para incorporar a nuestra memoria datos inútiles. Nosotros, que ya de nada podemos jactarnos, leemos sólo por placer.
Nosotros leemos porque en eso nos va la vida.
Los comentarios están cerrados.