Primero amar al mundo y después a Dios
Por Simón Schwab
Hace unos días tocó en Capital una de las pocas bandas que me emocionaron en la adolescencia. No pude ir. Pero, para mi sorpresa, un disco reciente (de una artista a la que, hasta hace poco, escuchaba de costado) me conmovió como hacía muchísimo no me pasaba.
Hoy quiero hablar (y, si me lo permiten, recomendar) de Lux, el nuevo disco de Rosalía. Y creo que después de escucharlo, inevitablemente, uno termina arrojando magnolias.
Rosalía propone un camino de fe. Ya desde el primer tema marca que empezamos desde abajo, desde la tierra, y que a partir de ahí vamos a subir y bajar, una y otra vez: aspirar a la santidad siendo terrenales. Ser del mundo, y desde ese mundo, aprender a amar a Dios. Cada canción se deja ubicar en alguno de esos dos planos: lo que asciende y lo que cae.

Y es tan grande su deseo de hacernos parte del mundo que despliega una variedad de lenguas (incluido el latín) y referencias geográficas que funcionan como puertas abiertas. Rosalía sabe que no dominamos todos los idiomas, y ahí radica su invitación: dejarnos atravesar por los sonidos y la orquesta. La única forma de escucharlo (creo yo) es así: sin traducir, rindiéndonos a lo que la música nos hace sentir antes de lo que podemos entender.
A lo largo del disco pasamos del cielo al infierno en cuestión de segundos. La artista dialoga con su ego y con su propio corazón; se asoma al mito de Narciso y vuelve a la idea de portar a Dios con nosotros.
La búsqueda espiritual termina de decantar en una riqueza humana que desea una vida de convivencia fraterna. Combina lo espiritual con lo terrenal, pero ella es del mundo y por eso encontramos ritmos urbanos, flamenco y una crudeza vanguardista que nos recuerda que lo sagrado también habita en lo mundano.
Cuando Lux acaba, persiste una intuición sencilla: salir al mundo, reencontrarnos y contemplar el altar, pero desde la calle.