Opinión | Los verdaderos maestros


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (carlosjverucchi@gmail.com)

Por aquellos años, para cursar el posgrado en ingeniería de la Universidad de Concepción había que aprobar un curso extra disciplinar en cualquiera de las otras facultades que tenía la universidad. Tal vez los responsables de la carrera perseguían, de ese modo, la tan pretendida intención de “abrirnos la cabeza” a los ingenieros. Mis compañeros hicieron algunas averiguaciones y concluyeron que el curso que ofrecía menos dificultades para su aprobación, es decir el más fácil o el que requería menos esfuerzo, era uno sobre tópicos de biología humana que se dictaba en la facultad de medicina y estaba concebido especialmente para estudiantes de otras carreras.

Allí nos anotamos y concurrimos, puntuales ―como buenos ingenieros―, a la primera clase. El doctor Vivaldi se presentó como responsable de aquel curso y empezó, casi de inmediato, a darnos una lección sobre la tuberculosis y cómo se había hallado una vacuna para prevenirla.

A medida que fueron transcurriendo las clases pudimos conocer más detalles sobre aquel hombrecito pequeño, de alrededor de setenta años, que en lugar de jubilarse para ir a jugar con sus nietos se empeñaba en darnos clase a un grupo de ingenieros para los que tomar ese curso no era más que un simple trámite administrativo. Aunque él nunca lo insinuó, descubrimos que era el profesor más prestigioso de toda la universidad y uno de los mejores de Chile. Pasaba una buena parte del año en Estados Unidos, donde integraba un pequeño grupo de seis o siete investigadores de los cuales tres habían obtenido el premio Nobel. Toda una eminencia hubiera dicho mi abuela.

Yo me preguntaba ¿qué quiere enseñarnos? Porque si algo estaba claro era que detrás de las clases de biología tenía que haber otra cosa. A veces rayaba lo ridículo la extrema responsabilidad con la que preparaba y abordaba sus lecciones. Un día nos dijo que en la clase siguiente estudiaríamos el HIV, pero que él no se sentía lo suficientemente preparado para dar ese tema y, por lo tanto, había decidido pedir la colaboración de un especialista. ¿Cómo un biólogo que alguna vez fue candidato al Nobel no se atrevía a hablar sobre HIV frente a nosotros? Tenía que ser una puesta en escena, no cabía otra posibilidad. Y realmente lo era, después lo supe.

Un día, en clase, hizo una broma sobre los argentinos. Nada nuevo, lo que todo el mundo sabe sobre nosotros, sobre nuestro ego y nuestra capacidad para hablar de un tema sin saber absolutamente nada, en fin, todos se rieron. Consideré una descortesía de mi parte no hacerle saber que uno de sus alumnos era argentino. De ahí en más no hubo una sola clase en la que no ensayara una nueva manera de pedirme disculpas.

Durante una de las últimas clases del curso dejó al descubierto su, tal vez, más escondida pretensión, “si ustedes están acá es porque algún día también van a ser profesores”, nos dijo.

Efectivamente, fue muy fácil aprobar el curso. Había que desarrollar una monografía sobre un tema cualquiera en grupos formados por dos estudiantes. Una mañana de invierno fuimos, mi compañero de grupo y yo, a su casa. Vivía obviamente en el barrio universitario, casi en frente de la facultad a la que le había dedicado su vida. Tenía mucho catarro y su esposa no lo dejaba salir nos aclaró a modo de disculpas por habernos hecho ir hasta allí. Nos convidó café y después escuchó, con la misma atención que habría puesto si se hubiera cruzado con Alexander Fleming, nuestra lección sobre la Teoría de la Evolución. Salimos de su casa satisfechos por haber aprobado el curso ―con la máxima calificación posible, por otra parte― y convencidos de que habíamos sido capaces de observar detalles, en relación a los mecanismos de la evolución, que hasta el mismísimo Darwin había pasado por alto.

Si en estos días, en que los docentes de nuestro país somos menospreciados por ciertos sectores de la sociedad, me acuerdo del Dr. Vivaldi es porque su curso fue el mejor que tomé en toda mi vida. Porque como afirma Borges, “…maestro no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemotécnica de aprenderlos y repetirlos, porque en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo”. Vivaldi nos estaba enseñando a ser docentes, a honrar una profesión.

¿Cuántas veces hemos descubierto con sorpresa que nuestros hijos hablan como sus maestras? Hay otra enseñanza, escondida, a veces involuntaria, que camina por el costado de los contenidos curriculares. Vivaldi, como buen maestro, usaba como excusa a la biología para enseñarnos otra cosa. Una lección que nosotros, jóvenes taimados que nos anotamos en su curso para cumplir con un trámite, tardamos en asimilar. Pero que probablemente nos marcó para toda la vida.

O al menos espero que, aunque sea mínimamente, así haya sido.

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