Opinión | El meme tiene patas cortas


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Desde que las redes sociales se convirtieron en uno de los medios de comunicación más frecuentes entre las personas, las discusiones han avanzado hacia expresiones cada vez más concisas y elementales. La argumentación convencional, con sus reglas rebuscadas y su compleja retórica, fue perdiendo terreno frente a fundamentaciones pretendidamente más eficaces y rápidas, más apropiadas, supuestamente, para la vorágine de sistemas de comunicación en los que tanto las novedades como las opiniones corren desenfrenadamente, fluyen, para decirlo en términos más snob, como el agua por los tejados en una noche de lluvia torrencial.

La lógica tradicional sólo parece entorpecer ese libertino intercambio de opiniones cuya trascendencia en los mencionados medios aumenta a partir de su inmediatez, de la velocidad con la que otros medios se hacen eco de ellas o de la proximidad con los hechos que le dan origen, en el oportunismo con el que una circunstancia determinada es enfocada desde la perspectiva más afín a ciertos intereses (en el mejor de los casos ideológicos).

Estas nuevas manifestaciones retóricas apelan generalmente al humor o más que al humor a la ironía. Suelen tener un remate final que finge obviedad y son más efectivas en la medida en que logran ridiculizar al otro de la manera más estrepitosa posible, poner al desnudo al ignorante, al poco inteligente, al que se deja embaucar o al que no puede ver los hechos desde la perspectiva elevada que ellos sí se permiten.

La expresión más extrema de esta tendencia es el famoso “meme”, creación audiovisual breve y espontánea, cuya validez argumentativa, en casi todos los casos, es más fugaz aún que la velocidad con la que aparecen y desaparecen en las redes.

En la mayoría de los casos estas intervenciones resultan de nulo valor retórico dado que fracasan en la más elemental de las condiciones que debe tener todo razonamiento riguroso: no intentan la generalización sino más bien la eluden. Pretenden mostrar el todo desde la singularidad, desde hechos puntuales, desde circunstancias arbitrariamente elegidas con el fin de mostrar una minúscula porción de la realidad y tentar al destinatario del mensaje a que interprete, esa singularidad, como la norma. Buscan poner en las narices de sus potenciales víctimas el árbol que les tape el bosque.

La mayoría de los autores de este tipo de texto o expresión gráfica no tiene herramientas para llevar adelante un análisis más racional. Uno que permita avanzar, a partir del análisis de muchas singularidades, hacia una visión del todo. Un todo construido a partir de la identificación de patrones o reglas en ese mar de hechos en apariencia aislados, en la identificación de una trama más o menos regular en el entramado de anécdotas que se obstinan en mostrarse desconectadas.

Hay un lugar común que amonesta toda iniciativa de generalización. “No es bueno generalizar”. La ciencia se basa en la acción de generalizar. La Física persigue una teoría generalizada desde hace años, una que abrigue bajo un techo común la mecánica de los grandes cuerpos con la mecánica cuántica. La genialidad de Newton, dice Ernesto Sábato, está en haber comprendido que “la manzana que cae y la luna que no cae constituyen dos manifestaciones del mismo fenómeno”. Dos hechos en apariencia totalmente desconectados, más aún, antagónicos o contradictorios, se explican con una generalización que los  envuelve.

Las ciencias sociales también persiguen la generalización. Utilizan medios estadísticos lógicamente menos incuestionables que la matemática convencional, pero no por ello menos aceptados por la comunidad científica.

No hay manera de analizar una situación en apariencia caótica si no es por medio de esa generalización que nos permita encontrar rastros que se repiten, patrones comunes, repeticiones más o menos frecuentes. Analizar una situación en profundidad requiere extraer esos rasgos comunes, de manera tal de obtener abstracciones de esa infinidad de hechos minúsculos con los que se construye esa realidad que abruma. Es decir, exactamente lo contrario a lo que propone la metodología del “meme”, por llamar de alguna forma a esta novedosa manera de teorizar que se ha puesto de moda.

Borges lleva a un extremo este razonamiento. En su cuento “Funes el memorioso” demuestra la necesidad de esa generalización, ya no desde un punto de vista epistemológico sino a partir de su necesidad para generar eso que llamamos conciencia. No habría conciencia posible si no fuéramos capaces de alcanzar la abstracción a la que nos lleva nuestra capacidad para borrar parte de la realidad, para olvidar los detalles y quedarnos con un recorte más o menos preciso de lo que vemos o pensamos. Hacer la vista gorda nos permite sobrevivir, no asfixiarnos de realidad.

Pero el método científico tiene sus reglas para “hacer la vista gorda”, sus procedimientos no son arbitrarios sino estrictamente rígidos, rigurosos en extremo, formales, puestos a prueba y depurados por la comunidad científica a lo largo de muchos años.

Este viernes pasado el presidente de la nación presentó datos relativos a la pandemia perfectamente procesados de acuerdo con los procedimientos científicos de los que hablamos antes. Ayer fue tendencia en Twitter la palabra filmina, una definición anacrónica para identificar la proyección sobre una pantalla que proviene del tiempo en el que no existían programas como el power point. Algunos pretenden mostrar la utilización de ese vocablo anticuado como signo de torpeza, otros como un descuido simpático o inocente. En cualquier caso no deja de ser un detalle anecdótico que no presenta la menor importancia, al menos en una discusión seria.

Un signo de madurez, como sociedad, sería el avance hacia formas de discusión más auténticas, más productivas, en las cuales, en lugar de intentar poner al otro en ridículo o tratar de mostrar el mayor nivel de soberbia posible, se privilegiara la argumentación o justificación de cada postura, dejando, siempre, el lugar para la duda y asumiendo un inevitable margen de error.

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