La columna delaltillo | ¿Dónde habita el salvarse?

El escritor Guillermo Del Zotto reflexiona sobre el naufragio en la pandemia: el arca de Noé, el Titanic, El señor de las Moscas y la Hidroxicloroquina de Trump.


«Soy incapaz de describir el horror que experimento algunas mañanas durante una hora, en el momento de abandonar el lecho. Sufro, pero de ninguna cosa». Ciertamente, esta experiencia del filósofo francés Clement Rosset es muy habitable por cualquiera de nosotros, minutos más minutos menos entre las sábanas. ¿Quién no ha vivido esa «ninguna cosa» que es a su vez todo lo que impide levantarse de un impulso?

A lo largo de la historia de las relaciones humanas, narradas o no, sucede que el sufrimiento se hace colectivo. Y se torna real entonces ese mundo oculto, el que siempre subyace con lo peor de nuestros impulsos aplacados por una supuesta calma. Por la ausencia parcial de una posibilidad de naufragio. La literatura se ha encargado de deslumbrar con sus claroscuros ficcionales este tipo de situaciones. Tómese como ejemplo la magistral novela de William Golding «El señor de las moscas». Allí, tomando un grupo de pre adolescentes que caen en una isla desierta, se pone de manifiesto la desnudez de las intenciones, la primitividad latente en cualquier grupo social. El descalabro de las comodidades establecidas culturalmente que da paso a lo esencial. Al hombre con el hombre desde el vamos.

A Golding se lo puede acusar de acomodaticio al cerrar la novela con una opción por la fantástico, o mejor dicho por cerrar ese mundo inabordable de un portazo aliviador (un rescate que cae del cielo, un deus ex machina). Pero, ya sin gestos de justicia poética, ¿qué pasa con el hombre frente al hombre y la intemperie como todo escenario?

«Para escapar al sentimiento de la muerte, los hombres miran hacia otro lado y prefieren escapar de lo que es para adorar lo que no es»  sigue diciendo Rosset. Ese «no es» o ese «sufro, pero de ninguna cosa», podríamos llamarlo «monte Baris» (lugar donde Noé encuentra tierra finalmente), en el sentido de otorgarle el valor de la fe. Paradójicamente, la creencia que llevó a Noé a cargar con las especies, familiares y grupos que consideraba necesario salvar era la de dejar atrás una tierra asolada por la violencia. Es decir, repoblar el mundo desde una nueva intemperie con lo más bondadoso de la naturaleza.

Desde «El señor de las moscas» a «Titanic», pasando por muchas interpretaciones más y llegando acaso al Coronavirus y el acceso a la hidroxicloroquina, las historias hablan más bien de lo contrario: los que se salvan son los violentos. Y entre los violentos, los más. Y entre los más, lo que tiene más dinero o poder. ¿Con esa inmundicia entonces se crearía luego el «nuevo mundo», se concretaría un «nuevo habitar»?

Ahora bien ¿en qué consiste el salvarse? ¿Quiénes son los que el Señor elegirá, qué es lo que hay que hacer para salvarse? ¿Salvarse de qué? Si uno despliega las estrategias para conseguir un lugar en el salvarse, seguramente está partiendo de una pérdida: la de sí mismo. El trabajar para un salvarse, más allá de moralidades varias, carece de sentido. El premio se disuelve en el conseguirlo.

¿Qué salvo de mí si salvo a alguien? Convengamos en que eso acredita una parcela en algún lugar tranquilo de la eternidad. ¿A quién elijo para salvar? Ahí estamos ya en problemas. Salvar exige selección. Y en toda su elección, en toda la decisión de salvar/se quizás resida el error. Quizá resida la posibilidad de lograrlo. O al menos de saber el resultado.

Lo contrario de salvarse sería condenarse. La crítica resume así la obra de Tirso de Molina llamada «El codenado por desconfiado» y viene al caso: «desarrolla una tesis teológica que cuestiona la predestinación de las almas y ensalza la capacidad de perdón de Dios ante un sincero arrepentimiento. Narra la historia del eremita Paulo que, desconfiado de su destino pese a sus años dedicados a la oración, pregunta a Dios si de verdad su alma se va a salvar. Resulta que quien le responde es el diablo, que se le aparece en forma de ángel y le dice que su destino va a ser idéntico al de un hombre llamado Enrico. Paulo se informa de que el tal Enrico es un criminal incorregible y da su alma por perdida y decide hacerse también él un criminal. Pero el malvado Enrico, que adora a su padre, cumple el ruego de éste de confesarse y arrepentirse antes de morir y va al cielo. Paulo, en cambio, permanece en su error hasta el último momento y se quema en el infierno».

Si no queremos quedarnos con el espejo que invierte la figura del salvarse, busquemos otra palabra que nos de un claroscuro más luminoso. Una pista del poco uso que esa posibilidad tiene: la palabra abnegación aparece 809.000 veces en diez sitios de Internet durante una búsqueda de 40 segundos, mientras que la palabra salvar aparece 29.000.000 en 23 segundos.

Clonar, guardar células madre, ser el portero del Arca de Noé… Siempre la magnitud de la tragedia desfocaliza el problema. No es lo mismo el diluvio universal que optar por un antibiótico por las dudas. Pero siempre se trata de un empecinamiento por salvar/se que no tiene centro. Que no tiene consistencia. Y sin nudo de acción no hay drama, no hay héroe épico.

Siguiendo con Clement: «La realidad es una trampa que siempre se anuncia, nunca toma a nadie por sorpresa, pero desconcierta a la humanidad por su intolerable simplicidad. Toda realidad es necesariamente banal».

Volvamos a la cama: antes de levantarse siempre se trata de saber si salvamos o no lo que viene. Y nosotros somos ese blanco móvil. Y el riesgo es el salvarse. El pisar al menos un segundo antes de la decisión es lo que nos hace decididos. ¿Arriesgarnos a qué? No sabemos. Y seguimos sin saber: ¿salvarnos de qué?


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