La madre del borrego

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

La Segunda Guerra Mundial languidecía y los líderes de los países aliados se juntaban en Yalta para repartirse el mundo. Stalin tenía todas las de ganar. La Unión Soviética había vencido a la Alemania Nazi con un costo de 26 millones de muertos (casi el 14 % de la población) y la destrucción total de sus principales ciudades. Los Estados Unidos, por el contrario, apenas habían sufrido 200.000 bajas y conservaban todo su territorio y su industria sin daño alguno.


Ese mismo día de Febrero de 1945 se iniciaba la Guerra Fría entre las dos potencias victoriosas. Roosevelt y Stalin se sentaron a la mesa con un mapamundi extendido y la avidez que un emperador romano. Primero se dividieron Alemania, después Europa, el sector Este para la URSS y el Oeste para los EEUU. Se aseguraron terminar con el colonialismo de Gran Bretaña y Francia en Asia y África. Sólo quedaba América Latina. Stalin estaba satisfecho, Roosevelt asaltado por la avaricia. “Quedátela vos”, debe haber dicho el georgiano con la cabeza puesta en cómo administraría su botín de guerra, somnoliento, adormecido ya por el vodka. Roosevelt debe haber tenido que esforzarse para no dejar entrever una sonrisa.


Unos meses después, los EEUU, con el fin de iniciar con el pie derecho la Guerra Fría, arrojaban dos bombas atómicas sobre Japón. Uno a cero y a cobrar, sacala del ángulo, ahora. Así se maneja el mundo.


Las tensiones más grandes producidas entre las dos potencias, durante la Guerra Fría, se originaron justamente cuando alguna de ellas quiso romper con el orden acordado en Yalta, como en el caso de Cuba. Injusto o no, el acuerdo permitió cierta estabilidad mundial, al menos en el corto plazo.
Con la caída del Muro de Berlín y de la cortina de hierro, los soviéticos desistieron de sus ínfulas imperialistas y le dejaron el mundo, servido en bandeja, a la otra potencia.


A pesar de que pasaron 75 años desde el acuerdo de Yalta, los EEUU siguen haciendo valer sus derechos: América para los americanos. Latinoamérica dividida y alineada, por las buenas, o, eventualmente, por las malas. Ahí es donde estaba la madre del borrego, diría mi abuela. Mientras tanto, periodistas inescrupulosos e idiotas útiles de diversa calaña destacan el empeño y dedicación de los norteamericanos por llevar la “democracia” a todos los confines del mundo.


Cuando alguien se revela a ese poder y a ese orden, tarde o temprano padecerá el escarmiento, si no piensen en Lula o en Evo Morales. Alguien dijo hace unos días que cuando Cristina Kirchner deja en ridículo a los jueces que pretenden condenarla, no está desafiando a la justicia argentina o al entonces presidente Macri, ni siquiera a la oligarquía nacional ni al poder mediático de Magneto, está provocando a la mismísima CIA: no hay muchas chances de buscarse un enemigo más poderoso.


La pregunta que surge en estos días de primavera albertista es ¿hasta dónde podrá el nuevo gobierno manejarse con libertad en una América Latina amoldada al colonialismo norteamericano? Las expectativas no son muy auspiciosas. El mismo día de la asunción, el enviado de Trump ―un tal Mauricio Claver-Carone―, se retiró anticipadamente del acto en el que se traspasaba el mando ofendido por la presencia de un enviado de Maduro. No toleraremos gobiernos que hagan apologías de las dictaduras, dijo al día siguiente. Olvidó mencionar los casos de Bolivia y Chile, evitó hablar de Bolsonaro. Tampoco aclaró de qué modo se pondrá en práctica la intolerancia anunciada.


El mensaje es más que claro, y lo hicieron saber el día cero del nuevo gobierno. No esperemos una tregua. La Guerra Fía terminó hace tiempo. Ya nadie se acuerda de lo que se acordó en Yalta. Eso no significa que las cosas hayan cambiado, el patio de atrás del imperio debe estar limpio, ordenado, prolijo, en silencio, haya o no haya lacayos en el poder. Las venas de América Latina deben seguir bien abiertas: sus metales son imprescindibles para que los devoradores seriales de hamburguesas sigan creciendo, sigan expandiéndose en un mundo en el que se quedaron sin contrapeso, y que avanza, como un equilibrista sin barra y sin red, por la cuerda floja hacia el abismo.

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