La permanente resurrección del Martín Fierro

 

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Siguiendo con lo iniciado la semana pasada, volvemos este domingo a darle a Lugones duro y parejo.

La oligarquía argentina dormía, a principios de siglo XX, en su sueño feliz de despilfarro y ganancia fácil. La ampliación de la zona cultivable de la Pampa, obtenida después de la Campaña al Desierto, y la invención del barco frigorífico auguraban un crecimiento ilimitado y pocas veces visto en el mundo. Como dijo alguien, los dueños del país se dedicaron a construir la ciudad imperial, Buenos Aires, antes incluso que el imperio mismo.

La alarma sonó del lado menos pensado. Los obreros anarquistas que llegaban al puerto para cubrir la demanda de mano de obra tenían pretensiones un poco insolentes. Aspiraban a salarios que les permitieran vivir, reclamaban un día de descanso por semana, rarezas por el estilo. Incluso, los más radicales se entretenían poniendo bombas y matando policías. Además, arrastraban, en sus reclamos de justicia social, a la masa de trabajadores que resultaba imprescindible para continuar con el crecimiento del país.

Algún estratega del Régimen, entre una copa de champagne y otra, decidió que la manera de enfrentar esa infiltración extranjerizante y apátrida que llegaba desde Europa (el lector notará que algunas definiciones y adjetivos de la época siguieron utilizándose por muchos años) era imponiendo como contrapartida una identidad propia, una identidad nacional. Fue entonces cuando se dieron cuenta de que no tenían nada y tuvieron que ponerse a inventar un pasado y una tradición para salir del paso. Decidieron centrar esa tradición en el gaucho. El tan odiado y temido gaucho se había vuelto inofensivo, ya no molestaba, era casi pintoresco. Y qué mejor gaucho que Martín Fierro para centrar en él ese folclore con el que se intentaría poner en tensión la influencia extranjera con nuestra identidad como país.

Entendieron que, el hecho de que el personaje de Hernández fuera un marginal, no era suficiente como para desestimarlo, tampoco consideraron importante que el mismo Hernández hubiera sido enemigo alguna vez. Ni el escritor, ni el personaje constituían ya una amenaza. Así que vamos para adelante con la idea.

Para ponerla en práctica, lo primero que hicieron fue pedirle al intelectual oficial, el inefable Leopoldo Lugones, que reivindicara la figura del Gaucho Fierro. Lugones, solícito y siempre dispuesto a desempeñar su rol de chupamedias supremo, ofreció en el Teatro Odeón, en 1913, una serie de conferencias en las que, disfrazadas de análisis poético y literario, esgrimía una serie de virtudes encontradas en el libro de Hernández. Así se construyó esa identidad nacional tan anhelada (esta idea puede verse con más claridad y detalle en Facundo o Martín Fierro, de Carlos Gamerro, Sudamericana, 2015).

Tiempo después, Borges, siempre tan pulcro e indiferente a intrigas políticas, se lamentó de aquella elección del Martín fierro como libro nacional. Suponía que, si nuestro libro de cabecera hubiera sido el Facundo, todo habría andado mucho mejor en nuestra tan ajetreada historia. Pero, como ya hemos visto el domingo pasado, las cosas entre Borges y Lugones nunca anduvieron del todo bien.

Con el tiempo, y como efecto colateral de aquella estrategia para frenar la penetración anarquista en nuestra cultura, el gaucho sirvió de símbolo para sostener un modelo país basado en la explotación agrícola ganadera en desmedro del desarrollo industrial. No por casualidad, para el mundial de fútbol de 1978, en medio del proceso de desindustrialización más nocivo que pueda concebirse, la dictadura eligió al famoso gauchito como mascota oficial del torneo.

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