Libros | Sólo se aprende a andar en bicicleta una vez

Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Tendría, no sé, veintidós, veintitrés años. Me creía o me consideraba adulto. Hacía casi una vida que no leía ficción. Es que me había formado en esa concepción anarquista que establece que la poesía es un simple y execrable vicio burgués, y que resultaba una infamia perder el tiempo en versos rimados mientras existieran chicos con hambre. Sartre mismo lo había ratificado: cómo y para qué escribir ficción en un mundo con tremendas desigualdades, ¿qué sentido tenía? Yo era un soldado de la revolución, y como tal, debía formarme en la doctrina que cambiaría el mundo.

Pero apareció Rodolfo Walsh en mi vida. Me acordé ahora porque hace unos pocos días, en un colegio privado del barrio de Belgrano, en Capital, expulsaron a un docente por pasarles un video de él a sus alumnos. Un día cayó en mis manos “Operación masacre”. Llevaba años leyendo ensayos sobre materialismo dialéctico y sindicalismo libertario. “Operación masacre” era otra cosa. Era un texto con contenido social y denuncia, y al mismo tiempo tenía suspenso, estilo, había un intento de provocar en el lector reacciones que a mí me resultaban novedosas. Ahí supe que la literatura comprometida y la novela no tenían que ser necesariamente antagónicos. Podían convivir. Entonces me olvidé de Sartre y decidí recuperar el tiempo perdido.

Soy extremista, lo reconozco. No empecé con Dostoyevski, que hubiera sido lo más natural, ni con Arlt. Quise ir hasta el fondo en mi mutación lectora: pensé, intuí, o supe, que tenía que empezar con Borges. Tiempo después confirmé mi intuición: había que empezar y terminar con Borges.

Me preparé para mi transformación como un aspirante a santo se dispone a dar muestras de su fe. Tenía que viajar a Buenos Aires por cuestiones de trabajo. Recuerdo que era casi verano, ¿noviembre? Me desocupé temprano de mis obligaciones y encaré por Florida, de sur a norte, como debe ser. Entré en la primera librería que me pareció interesante. Pedí el Tomo I de las obras completas de Borges. Me trajeron un volumen pesado que había publicado hacía muy poco tiempo Emecé, caro para el sueldo de mi primer trabajo, también para el de ahora.

Caminé por Avenida de Mayo hasta la 9 de Julio. Era un mediodía caluroso de final de primavera, hacía casi treinta grados. Almorcé un sanguche de jamón y queso con tres cuartos litros de cerveza y subí a mi habitación. Abrí la ventana y el libro, decidí empezar por la primera página, como supuestamente debe empezarse todo libro. Por la ventana entraba el aire espeso y húmedo del río endulzado por el perfume de las flores, la doble hilera de jacarandáes copiaba con extrema rigurosidad a la 9 de Julio en su rectitud.

Y entonces lo vi, o lo sentí. En las primeras páginas estaba “Fervor de Buenos Aires”, ya no pude olvidarlo nunca más. Comencé a leer uno a uno los poemas. Era como sentir la ciudad que estaba afuera pero exacerbada. El calor y la humedad, el ruido y el olor, entraban por la ventana y por las páginas del libro que mis manos sostenían como un tesoro perdido y recuperado, como si intentaran juntar agua de un manantial en medio del desierto. Sentí la ciudad, la sentí, la viví de un modo particular, quise recorrer sus calles a la hora de la siesta, quise cruzarme con sus habitantes, quise (y pude) sentir, setenta años después, el mismo fervor por la ciudad que había sentido un Borges casi adolescente, pero en este caso por una ciudad que no era mía.

La herejía que estaba cometiendo tenía algo de travesura, me empujaba al remordimiento por haber caído en la tentación de espiar al más reaccionario de los escritores argentinos, al ilustre pero expósito resabio del patriciado pampeano, al descendiente de guerreros unitarios que arriesgaron la vida peleando contra Rosas, al más antiperonista de todos los antiperonistas.

Permítame el lector de esta columna la vana jactancia de recitar de memoria:

“En la honda noche universal

que apenas contradicen los faroles

una racha perdida

ha ofendido las calles taciturnas

como presentimiento tembloroso

del amanecer horrible que ronda

los arrabales desmantelados del mundo.”

Casi sin darme cuenta pasé a “Luna de enfrente” y enseguida a “Cuaderno San Martín”, y a sus elegías de los barrios y avenidas porteñas:

“¿Y fue por este río de sueñera y de barro

que las proas vinieron a fundarme la patria?

Irían a los tumbos los barquitos pintados

entre los camalotes de la corriente zaina.

Una manzana entera pero en mitá del campo

expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.

La manzana pareja que persiste en mi barrio:

Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:

La juzgo tan eterna como el agua y el aire.”

Ya nunca más abandonaría a Borges ni a esos primeros versos juveniles que me acompañaron para siempre. Lo que sí se ha ido diluyendo es la gracia de la novedad y la primera vez, el asombro del descubrimiento. Algo parecido sentí después con algún cuento de Cortázar o con la prosa retorcida e irresistible de Saer, con la manera de contar las cosas que encontró María Moreno. Pero nada pudo parecerse a lo que ocurrió, o al recuerdo de lo que ocurrió (que no es lo mismo pero es mejor), en aquella siesta en Buenos Aires.

Fue como la primera vez en el amor. O como aquella vez que en un patio de baldosas rojas aprendí a dominar, ante la mirada candorosa de mi abuela, el inestable equilibrio de una bicicleta.

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