La culpa


Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Aballay ha oído al cura hablar de los estilitas, cristianos que como intento de redención viven sobre columnas de edificios abandonados durante la decadencia del Imperio Romano. Aballay está buscando justamente eso, redimirse de ese pecado que no lo deja en paz. Ha tenido que matar, ágil para el cuchillo que maneja desde chico como herramienta de trabajo en la carneada, rápido y vigoroso en la cúspide de su lozanía. Los motivos no importan, lo ha hecho tal vez otras veces, una copa de más, la impotencia de saberse condenado a la pobreza, la necesidad de avisarle al mundo que está ahí y que existe, que es algo más que el perro que corre a su caballo.

Pero esta vez es distinto, hay un gurí que mira, desde lejos, cómo él ultima a su padre. Aballay ve la mirada del niño viendo cómo muere su padre y ya nunca podrá olvidar esa mirada. No encuentra manera de purgar ese desatino al que su brutalidad lo ha empujado.

Por eso le gusta lo de los estilitas que ha dicho el cura. No hay columnas en la pampa pero él tiene su caballo. Decide no desmontar jamás, dormir recostado, comer de la limosna que obtiene. Y así vive, vagando por la llanura y purgando su pena, hasta que aquel chico que lo vio matar se hace grande, y lo busca, lo encuentra, le pide que le permita también a él redimirse, ajustarse a esa ley no escrita del valor y el coraje, y en su caso tiene apenas dos opciones para hacerlo, matar o morir.

Dejemos este maravilloso cuento de Antonio Di Benedetto por acá nomás, para tentar al lector a buscarlo y leerlo. La actitud de Aballay es de algún modo la de Martín Fierro, arrepentido también de la muerte absurda, innecesaria del moreno.

Es tal vez la culpa de Guevara, que no solo tuvo que matar sino también acostumbrase a hacerlo como mecánica permanente de su guerra revolucionaria, en pos de un supuesto o hipotético bienestar futuro. Es la culpa de Belgrano, que no quería ser militar y tuvo que salir, a desgano, a cortar cabezas a fuerza de machete para construir esta patria que alguna vez fue grande y que con el tiempo supimos desfigurar, desestimar ese supuesto bienestar futuro que justificaba la violencia.

Es raro y al mismo tiempo eficiente en esto el cristianismo, encuentra explicación y justificación para todo. Cuenta Juan Manuel Abal Medina en su reciente ensayo “Conocer a Perón”, que su hermano Fernando rezaba por el alma y por la familia de quien había sido su víctima mortal, Pedro Eugenio Aramburu.

Y que no se cansaba de repetir a quien quisiera oír: “matar es terrible, es tremendo”.

Si lo sabrá el paisano Aballay.

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