La mentira del Mono
Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Salimos en primavera. La ruta se ofrece en declarada complicidad, nos empuja a la aventura, nos abandona en una libertad que aturde. Después de Bahía Blanca ya es la Patagonia, desierto, sencillez de paisaje. Reinaldo al volante, el Mono se autoproclama copiloto oficial, asume la responsabilidad de ser el cebador de mates. Atrás nos apretujamos Zavalita, Pocholo, Miguelito y yo. La caja de la camioneta va llena de bolsos, valijas, la guitarra de Zavalita. Todo el espacio que queda se completa con botellas de vino y latas de cerveza.
Avanzamos despacio. Paramos cada cien o doscientos kilómetros. A veces para tomar un trago, para comer algo. Todos nos ofrecemos para manejar un rato pero Reinaldo se aferra al volante como un condenado a muerte a la biblia. Que sea justamente quien menos se deja tentar por el alcohol le concede cierta ventaja.
La primera parada larga es en Choele Choel. Buscamos un hotel, después un lugar para comer. El vino recupera pactos de juventud casi olvidados, juramentos de amistad eterna, promesas de no dejar apagar esa llama que se encendió cuando éramos una misma queja, aún sin conocernos todavía. Cuando tuvimos que soportar las mismas injusticias, la maldad cultivada con esmero del preceptor, la chatura de los profesores.
Por eso sentimos que ahora no hay tiempo que perder. Nos jugamos la vida entera en una semana, la revancha, la búsqueda del sabor perdido de la magdalena.
La sobremesa se prolonga en anécdotas repetidas, ligeramente corregidas o mejoradas cada vez que se las rescata de las trampas de la memoria. Mejoradas en la gracia que sobrellevan, en la sonoridad de las carcajadas que despiertan, en el ingenio con el que se las remite. Contando con la complicidad que otorga ese acuerdo nunca declarado que prohíbe dudar sobre la veracidad de lo que se cuenta, la tácita prohibición de desconfiar de ese nuevo detalle que hace a las historias más épicas o más graciosas, y nos hace a todos, por lo tanto, protagonistas de un heroísmo que por más rudimentario y pueril que resulte nos llena de orgullo.
¿Te acordás cuando te tuve que salvar de que te expulsaran del colegio, Zavalita?
Zavalita baja la vista y se queda pensado un momento. Mira la botella de cerveza que tiene el Mono a su lado, está casi vacía. Sabe que no va a dejar de hablar por un buen rato y que interrumpirlo sería inútil.
¿Quién fue?
La voz resuena calma en la mañana helada. Los que avanzan entre las hileras de bancos se quedan por un momento a mitad de camino. Miran alternativamente hacia el profesor y hacia el fondo del aula. Dudan. Al final se paran al lado del primer banco desocupado que encuentran. Los que ya habíamos ocupado nuestros asientos volvemos a pararnos, mirando hacia todos lados sin terminar de entender lo que ocurre, conscientes de que algo grave está pasando, o tal vez ya pasó, o peor aún, está por pasar. De un momento a otro, un silencio profundo apaga el murmullo que acompaña cada mañana la entrada al aula. Firmes todos al costado de sus bancos, las manos atrás, la mirada inflexible y recta, el pecho ligeramente encorvado hacia adelante.
El profesor de biología, en idéntica postura, nos mira de frente, escruta, sondea en los rostros serios cualquier detalle que nos delate. Deja pasar unos segundos y vuelve a insistir con la pregunta que todavía flota en el silencio del aula, sin respuesta, ignorada por toda la clase, como si no hubiéramos oído o no supiéramos a qué se refiere. Entonces grita más fuerte.
Reinaldo se estremece en la fila de bancos de adelante, la mirada recta se clava en los garabatos de tiza que, desdibujados, permanecen en el pizarrón, las manos que se buscan por detrás de su cuerpo, los dedos transpirados se estrujan hasta provocarse dolor.
Voy a preguntar por última vez, dice el profe.
Espera un momento más, después empieza a caminar entre las filas de bancos, nos mira fijo uno por uno a medida que avanza.
Si no me dicen quién fue, voy a tener que ponerles amonestaciones a todos.
Los que alcanzan a oír y saben a qué se refiere, imaginan que no puede haber sido otro que Zavalita. La voz chillona medio distorsionada, aflautada intencionalmente con el fin de mantener el presunto resguardo que garantiza el anonimato. El profesor sigue paseándose por el aula, aprieta fuerte con la mano la manija del maletín.
La mayoría sabe, además, algo que a Zavalita seguramente se le ha pasado por alto. Él es el único que está al límite de amonestaciones. Con una más que le pongan perderá el año.
El profesor considera que ha dado tiempo suficiente para el arrepentimiento. Ahora ya no grita, no es necesario, la voz pausada que finge calma resulta más amedrentadora que el grito pelado.
La ocurrencia de Zavalita, o de quien haya sido, resulta para algunos una broma y para otros un insulto. Seguramente conlleva cierta carga ideológica. Viejo milico no molestaría tanto por lo de viejo como por lo de milico. Tiene que haber sido Zavalita, no cabe duda.
El profesor decide ponerse cómodo, ahora es él quien tiene la pelota y organiza el juego, el que ha tomado el control de la situación. Camina hacia el escritorio, abre el maletín, saca algunos papeles. Demora cada movimiento, la intención evidente de explotar al máximo la tensión que ha sabido construir.
Cuelga prolijamente el saco en el respaldo de su silla y se afloja levemente la presión del nudo de la corbata. Recorre los rostros de los estudiantes que ocupan la primera fila de bancos, se detiene en Reinaldo. Le habla sin levantar la voz, pausadamente, sin mirarlo a los ojos, como queriendo ignorarlo.
Busque a la preceptora y pídale que venga con el cuaderno de amonestaciones, por favor.
Ese por favor suena más a prepotencia que a otra cosa, quien acaba de pronunciarlo no acostumbra usarlo y usarlo justo en esas circunstancias resulta sospechoso. Pedir por favor también puede ser una manera de poner énfasis en una orden, una manifestación de autoritarismo más que una fórmula de cortesía.
Reinaldo mira para todos lados, quiere estar seguro de que es a él a quien le han hablado. Zavalita y la puta que te parió, debe estar pensando, mirá en el quilombo que me metiste. Camina algo indeciso hacia la puerta, apoya la mano en el picaporte. Cuando parece que está por salir se detiene. Mira hacia el aula, sabe que lo que está por hacer de algún modo lo condena. El profesor de biología no le saca los ojos de encima. Después de un momento de vacilación abre la puerta, resignado.
Fui yo.
La voz apenas audible viene desde el fondo, rompe con el silencio tajante que se había apoderado del aula. Inmediatamente después sobreviene un murmullo sordo, una conjunción arrítmica de ruidos apagados, un zapato que raya el piso.
El profesor levanta la cabeza, comienza a caminar, lento, distraído, demorando cada paso. Se para en el último banco de la derecha.
¿Ha dicho algo, alumno?
Dije que fui yo.
No escucho bien, carajo.
Que fui yo.
Ahora la confesión del Mono suena firme. Zavalita, parado en el otro costado del mismo banco, transpira como si acabara de correr los tres mil metros. Reinaldo se ha quedado justo a mitad de camino entre el aula y el pasillo, la mano apoyada en el picaporte, dudando entre terminar de salir o entrar y sentarse.
Zavalita deja escapar un suspiro que todos oímos y que termina de confirmar lo que hasta ahí era simple presunción, sospecha basada en prejuicios, deducción empírica.
El profesor, entonces, mira satisfecho, examina al Mono bien de cerca, curioso, algo sorprendido.
Lo de milico lo voy a tomar como un halago, dice con un gesto que tranquilamente podría tomarse como una sonrisa encubierta. Por lo de viejo tiene diez amonestaciones. Tengo treintaisiete años.