Más al cuete que investigador del CONICET


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Una tira del dibujante Horacio Altuna en la contratapa de Clarín desató gran controversia esta semana. El creador de El Loco Chávez, en su tira diaria, les hizo mantener a dos de sus personajes el siguiente diálogo: “Vamos en taxi, te pago una cena”, dice uno de ellos. El otro le pregunta: “Pero, ¿tenés guita?”. A lo que el protagonista de la tira responde: “Claro, soy docente. Soy ñoqui… Estoy en el CONICET”.

Varios investigadores del CONICET salieron a denunciar en las redes lo que consideraron un atropello y una falta de respeto hacia su trabajo. El CONICET, a través de su cuenta de Twitter, se puso al frente de los repudios contra Altuna y sentó postura oficialmente.

Todo esto derivó en una discusión en la que distintos intelectuales argumentaron en defensa y en contra del historietista. La reyerta dialéctica se puso interesante cuando se la encaró desde el punto de vista de la “literalidad” que tienen los textos y el concepto de ironía. Por otra parte, ¿es lícito adjudicarle al autor de un texto lo que dicen sus personajes? ¿No podría ser que Altuna estuviera representando a través de un personaje ficticio lo que piensan muchos argentinos y hubiera querido con su tira denunciar, por medio del recurso retórico de la ironía, ese sentimiento generalizado de desdén por los hombres y mujeres de ciencia?

Al día siguiente, Altuna pidió disculpas con lo cual, de algún modo, deja sentado que no hubo inocencia o ironía en su tira. Es decir, se condenó.

Pero más allá de la polémica, que no deja de ser un hecho anecdótico, no está mal replantearnos cada tanto algunas dudas existenciales en relación al país que queremos.

¿Para qué sirve hacer ciencia en un país como Argentina? ¿Es necesario que un país con dificultades económicas serias sostenga un sistema de ciencia y técnica?

La pregunta es demasiado sencilla de responder. No es necesario, es imprescindible. Una de las cosas que no puede permitirse un país como el nuestro es desestimar o minimizar el aporte de recursos al ámbito universitario y científico.

Varios economistas, hace algún tiempo, se pusieron a investigar qué características en común tenían los últimos cuatro países del mundo en desarrollarse, me estoy refiriendo concretamente a los famosos tigres asiáticos (Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur). Encontraron, entre otras particularidades, que los cuatro países habían invertido muy fuerte en ciencia y técnica un par de décadas antes de comenzar con el gran crecimiento económico que evidenciaron. Investigando más a fondo, los economistas descubrieron que en realidad esa condición se daba en otros casos, llegaron a demostrar que existe una fuerte vinculación entre estas dos variables: inversión en ciencia y crecimiento económico. Para decirlo en términos más rigurosos, tratándose ésta de una columna con ínfulas de severidad científica, deberíamos decir que entre las dos variables se presenta una alta correlación positiva.

No es casual que países como China e India estén tan preocupados en la actualidad por desarrollarse científicamente hablando. Esta tendencia también se observa en la región, donde Chile y sobre todo Brasil vienen aumentando su inversión en este rubro y empiezan a palpar los beneficios de esa política.

Lógicamente, para que esa producción científica se traduzca en beneficios económicos tiene que haber un Estado que aplique políticas tendientes a volcar al ámbito productivo los resultados de los trabajos de investigación. La punta de lanza en este sentido han sido las experiencias de la empresa INVAP en materia de desarrollos satelitales y reactores nucleares.

Ahora claro, los que en Argentina desestiman la actividad científica, esos a los que Altuna voluntaria o involuntariamente les dio letra, realmente sienten que el gasto en ciencia es innecesario. Y sí, es totalmente innecesario para el modelo de país que ellos proponen.

Para un modelo de crecimiento, sin embargo, para un proyecto industrializador, para el mejoramiento de los niveles de igualdad, de inclusión, una inversión fuerte en universidades y organismos de promoción científica es imprescindible.

Volviendo al tema de los ñoquis del CONICET, es oportuno avisarle a la gente que no conoce, que a ese organismo sólo ingresan profesionales con título de postgrado (son carreras de cinco años) y actividades postdoctorales preferentemente en el extranjero (dos años más), es decir un investigador está condenado a ser becario (sin goce de beneficios laborales) al menos hasta los treinta años aproximadamente. Eso sí, una vez que se ingresa al CONICET, el organismo se olvida de los requisitos de ingreso porque les paga a sus investigadores como si fueran trabajadores no calificados.

Puede haber excepciones, claro, como en todos los ámbitos, pero a los investigadores que conozco suelo verlos trabajar de la mañana a la noche, días de semana y feriados, dejando la vida por meter ese “paper” en alguna revista para mostrarle al mundo el resultado de su trabajo. He visto mil veces a investigadores que viajan a congresos pagando los gastos de su bolsillo, o pagándose por su cuenta la matrícula del curso que van a tomar, y aunque puedan pensar que exagero, he visto a docentes y científicos yendo a comprar con su sueldo ese insumo que necesitan en el laboratorio para poder hacer sus experimentos.

Pero además de esto, el investigador argentino muchas veces carece del equipamiento adecuado, de apoyo técnico y administrativo, de infraestructura. No cuenta con recursos para pagarse la suscripción a las revistas que publican trabajos de su especialidad. Aún así compite de igual a igual con investigadores de todas partes del mundo.

He vivido en carne propia la sensación de pánico que se siente al acompañar a becarios en su formación y no saber si la política en ciencia y técnica que adopte el futuro gobierno los aceptará o los dejará en la calle.

En un país lleno de chantas se la podrían haber agarrado con otros, che.

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