Habló Ricardo Barreda: “Me arrepiento de haber matado a las cuatro”
A los 80, el hombre que mató a su esposa, su suegra y sus dos hijas, habló con Infobae. Cómo es su vida hoy, con la condena extinguida, pero internado hace un año en un hospital de Tigre. Ricardo Barreda, en los pasillos del Hospital Magdalena V. de Martínez, en Pacheco
El anciano pasea por los pasillos del hospital con la misma tranquilidad y displicencia que si se tratase del patio de su casa, o el de una cárcel. En efecto podría ser una cosa o la otra. Allí adentro vive el asesino, transfigurado por el paso del tiempo en un hombre viejo y jorobado y con problemas de salud que recibe y acepta el único cobijo que le queda, el del Estado.
Ricardo Barreda, el hombre que liquidó a escopetazo limpio a su suegra, a su esposa y a sus dos hijas hace casi 25 años en La Plata, sobrevive en una habitación de terapia intermedia del hospital Magdalena V. de Martínez, en Pacheco, partido de Tigre. Llegó en mayo de 2016, cinco días después de que la Justicia disolviera sus cuentas con él y le declarara extinguida la condena, originalmente a perpetua.
Pero el mayor perdón y la mayor condena es la indiferencia. Y en este hospital pasa sus días el anciano. A veces sale a comprar el diario o a tomar sol al estacionamiento del hospital, o conversa con las enfermeras y enfermeros, quienes lo llaman “Ricardito”.
En uno de los pasillos del sector de internación aceptó una breve charla con Infobae. Anda encorvado y lento sobre unas zapatillas verdes sin medias, bermudas marrones y camisa de mangas cortas con una remera debajo en la que se lee en inglés una palabra con múltiples acepciones: “light” puede ser luz, claro, o liviano.
Aquí, Barreda parece ir iluminado por cierto desinterés sobre su pasado. Un hospital suele ser un espacio netamente del presente. Nadie lo repudia ni le da vuelta la cara. El muchacho que comparte la habitación con él dice que no sabe quién es y sonríe como si no le importase. El médico que lo atiende, que prefiere no revelar su identidad, explica su estado de salud con profesionalismo y discreción.
–Bien, bien, bien, bien. Estoy muy tranquilo. El cuerpo de médicos es bueno. Las enfermeras son buenas chicas, muy buenas. Algunas. Todas no son iguales. Hay iguales y hay peores. Ya son malas. Y sí. -dice Barreda.
–¿Y por qué?
–Y no sé, habría que preguntarles a ellas. Como en todos lados, hay buena gente y mala gente.
La conversación se rige por el reglamento que el anciano femicida de pena extinguida impone sin dictarlo. Se tensa y se vuelve esquivo cuando el tema rodea la masacre que desató el 15 de noviembre de 1992, en su casa de la calle 48 contra su esposa Gladys McDonald (57), su suegra Elena Arreche (86), y sus hijas Cecilia (26), y Adriana, de 24 años.
Por momentos parece como si Barreda, de 80 años, estuviera afectado por los achaques de la edad. Dice que no oye y se muestra confuso en sus respuestas. Esos pasajes de cierta desconexión se interrumpen y de repente el odontólogo cambia su postura, mira a los ojos y responde con interés; generalmente cuando la temática es banal.
–Acá me tratan bien todos. Hay gente aguda, grave y esdrújula. Con algunos miro documentales de Discovery, es lo único que miro en la televisión. Ah, y fútbol. Yo soy de Estudiantes, que juega hoy, un equipo modesto y ganador, de pierna fuerte y alfileres. No son muy académicos pero sirven.
Dos semanas atrás, el periodista Rodolfo Palacios, autor de “Conchita, el hombre que no amaba a las mujeres”, reveló que Barreda le admitió a un enfermero que no quiso matar a Adriana, su hija menor: “Estaba como loco, giré, disparé y después me di cuenta que era ella”.
Barreda comparte actualmente la habitación del hospital con un joven accidentado
En la charla con Infobae se muestra esquivo a tocar el tema. Ante la pregunta pide que se la repitan porque no oye bien. “Hable más fuerte”, exige con mirada de iceberg, como si le naciera cierto sadismo de probar hasta dónde va el tenor de las palabras que conforman la pregunta.
–¿Siente que podría haber evitado matarla a Adriana? Ahora que pasaron casi 25 años, ¿cree que pudo comportarse de otro modo?
–Eso pienso siempre. Es una cosa que uno la va a respirar siempre. A veces uno se alegra con algunas cosas, hay que buscarlas y seguir para adelante.
–¿Cómo convive con ese peso?
–Eso lo marca a uno para toda la vida. A cualquiera, o al menos a mí. A los demás no sé, ni me importa. Oiga, tengo que ir a hacer un llamado. No, dos, tres llamados.
–¿Se arrepiente?
–Sí, sí.
–¿De haberla matado a Adriana (su hija menor) o a las cuatro?
–A las cuatro, sí. No vamos a establecer diferencias.
Antes de seguir su camino a lo largo del pasillo, mientras los enfermeros manejan camillas y pasan enfermos y enyesados entre paredes pintadas con marcadores, con leyendas como “Papucho espero que te mejores” o “Acá nació Brenda. 9-2-2017”, Barreda aclara que no sabe cuándo le darán el alta.
El médico que lo atiende explica que llegó hace 11 meses por un problema en la próstata y mucho dolor en los huesos, y que lo ve bien pero un poco débil. “Está más cuidado acá adentro”, admite con el tono que debe usar para cualquier paciente y advierte que, de todos modos, también Barreda corre riesgos: “Acá andan bacterias más fuertes y eso no sería bueno para su salud actual. Debería tener un lugar donde vivir, donde lo cuiden con gente de su edad. A veces pasa a visitarlo una asistente social”.
El odontólogo dice que eso es un invento. La noticia de su llegada al hospital de Pacheco trascendió por un mensaje que una mujer posteó en Facebook en mayo del año pasado, tras encontrarlo en un pasillo, con los pantalones bajos y diciendo que se llamaba Alberto Navarro. Conmovida, la mujer pidió ayuda. “Amigos, este señor abuelo está en el hospital, no sé cuánto hace. Se llama Alberto Navarro, dice que no tiene familia pero yo creo que sí. Ahora, cómo pueden abandonarlo a su suerte? (…) Y díganle a sus hijos, o sobrinos, o hermanos. Qué son, no voy a decir la palabra, pero lo que yo daría por tenerlos a mis viejos vivos, cuidarlos como me cuidaron a mí”.
(Télam)
Cuando escucha la palabra próstata, Barreda pone cara de fastidio, o de asco. “Ya dije que no tengo nada. No sé si algún bobo, vivo o bobo, dijo de la próstata”, se enoja.
–¿Y por qué problema está?
–¿Eh? Tuve un golpe en la cabeza. Un muy feo golpe. Caí, como decía la historia clínica, desde mi propia altura.
La respuesta se interrumpe por el paso de seis mujeres perfumadas que andaban hacía rato recorriendo las habitaciones. Señoras cincuentonas, bien vestidas, todas con aros perla en sus orejas, de un perfil socioeconómico diferente al de las personas que suelen transitar los pasillos de este hospital público. Las mujeres saludan al pasar por el costado de Barreda con un adiós condescendiente.
Cuando las ve y las escucha, Barreda despierta del sopor que manifestaba segundos antes al responder sobre su salud, endereza su espalda, levanta la cabeza y devuelve la gentileza, con un tono de voz alto:
–¡Adiós, chicas! Que sigan bien…
–Adiós, ¡gracias!, -interrumpen ellas mientras se alejan, ya de espaldas.
–…¡y lindas!
La vibración de la boca en la “s” final pronunciada por Barreda se apaga de repente por el paso de la lengua del anciano sobre su labio superior. Es un gesto menos canino que de reptil. La lengua sale, frota, y se esconde otra vez. El rostro del hombre que mató a sus hijas se modifica, como si se oscureciera para iluminarse con su verdadera forma. Dura un instante. Luego vuelve a su estado natural de vulnerabilidad.
El cumpleaños 80 de Barreda en el hospital, en junio de 2016
“Me caí pero estoy bien y por suerte me visitan tres amigos de fierro”, retoma, pero responde que no entiende cuando se le pregunta quiénes son, y después sigue: “No son de mi infancia. Ni de mi juventud. Tengo miedo de preguntar por ellos porque cada vez que pregunto por uno no está más. Como acá. Algunos reciben el alta y otros pasan a otro mundo”.
Años atrás, después de recibir la perpetua, Barreda solía ir a “hablar” con su padre y con su madre al cementerio. “Monólogos”, dice como toda referencia de aquello y se detiene en su reloj. Hace silencio y sin quitar los ojos de las agujas, que parecen detenidas, susurra: “Nadie se salva”.
Luego saluda cortesmente, y se aleja por el pasillo del hospital.
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