Opinión | Las tribulaciones del marcador de punta

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)

Los menos cotizados, siempre. Infravalorados en cualquier mercado de pases. Los últimos en ser elegidos en el potrero cuando se aplica el pan y queso. El gordito dueño de la pelota iba al arco, es cierto, pero los más pataduras cubrían esos flancos de la cancha que nadie, salvo los rapidísimos punteros del equipo contrario transitaban. Los marcadores de punta vendrían a ser una especie de accesorio complementario, un modo de cubrir la cancha en todos los sectores, algo así como un mal necesario para el fútbol.

Surgieron en la década del 60 cuando se puso de moda jugar con tres delanteros, un centrofóbal y dos punteros, uno por cada costado y bien pegados a la raya. Alguien tenía que marcar a esos punteros. Los técnicos, precavidos, dispusieron cuatro defensores, uno por cada delantero, más otro por si acaso, listo siempre para corregir las deficiencias de los tres primeros. Para ser marcador de punta no era necesario ser habilidoso, ni alto, bastaba con algo de velocidad para correr a los punteros y una buena dosis de rudeza.

Hasta hace unos años eran la primera y casi obligada salida del arquero, herramientas imprescindibles a la hora de hacer tiempo. Ahora la jugada está prohibida, pero si habremos renegado cuando nuestro equipo iba perdiendo y el arquero contrario se la daba al cuatro, que levantaba la vista y amagaba con salir jugando como si fuese un virtuoso del balón, esperando en realidad que un rival se acercara para volver a jugar la pelota al arquero, que la tomaba con las manos e iniciaba el clásico ritual del saque de meta. Con esa ceremonia los equipos ganaban un par de minutos. La FIFA, rápida de reflejos, la prohibió unos treinta años después de que se pusiera de moda.

Bilardo decretó un día la muerte de los punteros. Los marcadores de punta les habían tomado la mano, dijo. La clásica escapada hasta el fondo y el centro atrás eran cada vez menos frecuentes. Los periodistas deportivos lo querían matar, para ellos, que un equipo jugara sin punteros era como si alguien mancillara el honor de una primera novia. Pero sin punteros, Argentina salió campeón del mundo y tuvieron que callarse la boca. Ahora, claro, si no había punteros, tampoco tenían razón de ser los marcadores de punta. Un líbero y dos stoppers y ahí se termina la defensa. Alguno, mal que mal, se acomodó a la función de marcador volante, carrilero, volante de ida y vuelta o como quisieran llamarle. Ninguno de ellos, tuviera el nombre que tuviese, se le acercaba ni remotamente a un Tano Pernía. Habían perdido la fiereza de esperar a pie firme al puntero, de volar hacia adelante medio de costado para tirar la pelota afuera, de sacar el pelotazo bien lejos cuando las papas quemaban o de mandarla a la tribuna desde bien cerquita de la línea para regocijo de la tribuna si el equipo iba ganando. Por eso, ¿qué me vienen con carrileros? Si ni hacer un lateral sabían. Los presentaban como jugadores de ida y vuelta, o como dominadores de toda la banda y al final de cuentas no eran ni chicha ni limonada.

Pero Bilardo, tiempo después, notó que al no quedar ya marcadores de punta de jerarquía, desbordar y tirar el centro era otra vez muy fácil. Entonces decidió revivir a los punteros, que desde ese momento se hicieron un festín por cada costado.

Los técnicos se miraron, sorprendidos, y ante el sofocón echaron mano a un artilugio bastante conocido: las divisiones inferiores no están formando adecuadamente a los defensores, declararon. Y listo, santo remedio, cualquiera sabe que para revertir semejante falencia estructural se necesitan al menos diez o quince años.

Los pobres técnicos de inferiores, esos que habían tenido que tragarse el sapo de la muerte de los punteros y de los marcadores de punta, al principio hicieron retranca. ¿Marcadores de punta? Pero si el fútbol moderno no los necesita, decían poniendo especial énfasis en lo de “moderno”.

De todas maneras empezaron otra vez a formarlos, reconfortados en cierto modo por el regreso al famoso cuatro, tres, tres que, según ellos, el fútbol nunca debió abandonar. Un día, entonces, volvieron los marcadores de raza, con la frente bien en alto y paladeando el dulzor de la venganza. Volvieron con las mismas virtudes y vicios: aguerridos, sí, pero no le pidas que construya una pared con el volante o tire un centro decente. Salvo algunas excepciones, claro.

Hay equipos como Boca que han gastado en los últimos años verdaderas fortunas en marcadores de punta. Llegaron a tener dos o tres por cada lado, todos de primer nivel, con pasado inmediato en Europa, jugadores de selección, algunos. Sin embargo, para muchos periodistas deportivos, Boca perdió varios torneos por no haber podido cubrir esos puestos en forma adecuada.

Tal vez un oficio sea algo que si se pierde no se recupera más. Como si de repente faltaran carpinteros, o bicicleteros. La cadena se rompe, la delicada y mágica comunión entre maestro y discípulo, se desvanece para siempre.

Recuerdo una de las directivas más frecuentes que les hacían los entrenadores de inferiores a los marcadores de punta en mi época. Que no te ganen la raya, pibe. Todo lo demás podía remediarse, pero un desborde con centro atrás, terminara o no en gol, era el escarnio mismo.

Igual que ahora.

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