Opinión/ Redimirnos del escarnio
Ni remotamente podemos, desde esta columna, imitar la desfachatez que alguna vez ostentó Borges, que en el mismo minuto en que la selección de fútbol de Argentina iniciaba su participación en el mundial del 78, ofrecía una conferencia sobre la inmortalidad.
La ironía no es lo nuestro y muchos menos lo es el jactancioso desdén por las pasiones populares. En sintonía con la atmósfera futbolera que se respira en estos días, dejaremos, sólo por hoy, los libros y la literatura y nos pondremos la camiseta de hinchas. Y como tales, y para que no parezca esta página simplemente una muestra de histrionismo oportunista, nos permitiremos despotricar contra la selección y los campeonatos perdidos.
Porque al bochorno de haber perdido la final en el último mundial, le agregaremos aquí una afrenta más, que no sé si por descuido o ignorancia se les ha escapado a los encumbrados y “profesionales” periodistas deportivos que se desgañitan en los medios tratando de hablar con seriedad de lo que no pasa de un simple juego.
En Brasil, no sólo perdió nuestra selección una final o un campeonato, perdió, después de 84, años el invicto que llevaban los equipos latinoamericanos en América.
Veamos: en el primer mundial, jugado en 1930 en Uruguay, el campeón fue el local. Después vinieron dos en Europa que ganó Italia y luego todo se pospuso por la guerra. En el 50 se reiniciaron los torneos y se jugó en Brasil, el famoso macaranazo le dio el título nuevamente a Uruguay. En el 62, en Chile (donde Argentina desempeño un pobre papel bajo la dirección del Toto Lorenzo) el ganador fue nuevamente Brasil con un Garrincha descomunal (permítanme valerme de un vocabulario futbolero).
En el 70, en México, volvió a ganar Brasil, mundial al que Argentina no clasificó debido a no haber podido ganar aquel histórico partido con Perú jugado en la Bombonera. En el 78, en Argentina ―con o sin doping―, lo ganó por fin nuestra selección mientras Borges daba sus charlas sobre poesía sajona del siglo VII. Y, como todos sabemos, en México 86 ganó nuevamente Argentina con la mano famosa de Dios y el cerebro no menos omnisciente de Bilardo. En el 94 se jugó en EEUU y, tal como ellos mismos pregonan, América fue para los americanos ―aunque esta vez el carácter posesivo de la proclama se invirtiera― y ganó nuevamente Brasil.
Y así llegamos al 2014, y a la final. Después de torneos en Europa, África y Asia, le tocaba a Argentina mantener el honor del continente pero…
…Todo se derrumbó. Después de que Argentina tuviera el partido a su merced en los pies de sus delanteros, un descuido le dio la oportunidad a Alemania. Y así no sólo obtuvo su cuarto título sino que además se convirtió en el primer país europeo en ganarnos una copa acá, donde los brasileros y rioplatenses habíamos sido invencibles.
Pero, como dice el dicho, ojo por ojo, diente por diente. Sólo sería posible borrar esa mancha ganando un torneo en Europa, proeza que sólo Brasil consiguió en Suecia 58.
Soñar no cuesta nada. Eso sí, no nos descuidemos del todo, a ver si una vez finalizado el mundial nos enteramos de que tendremos que trabajar hasta los 70 años, o que la jornada de trabajo se extiende más allá de las 8 horas, o que los derechos de indemnización que tenemos los trabajadores no se ajustan al proyecto que la señora Lagarde tiene en mente para nuestro país. No vaya a ser cosa que, obnubilados por Messi, no veamos cómo Lagade y sus amigos buitres se quedan con los fondos de los jubilados y, si llegamos a la final, hasta se animan con Vaca Muerta.
Para volver a Borges, quien sostenía que en una lista lo que más se destaca son los nombres de quienes no están, digamos que en la camiseta albiceleste lo más visible es esa tercer estrella que no está, esa que falta, esa que espera por ocupar el hueco que las otras dos le dejan. ¿Quién te dice?
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