Opinión: 1967
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Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Aquel verano Onganía llevaba seis meses en la presidencia y afirmaba que su “revolución” no tenía límites de tiempo sino de objetivos, dejaría el poder sólo cuando nuestro país fuera grande y próspero. Su ministro de economía, Adalberto Krieger Vasena, liberal de pura cepa, desdibujaba la condición de “azul” que esgrimía Onganía. La cosa era más o menos así: Perón había intentado peronizar al ejército argentino, esa peronización fue más efectiva en el arma de Infantería, a la que Perón pertenecía. Aramburu, luego de la revolución del 55 intentó desperonizar al ejército y puso atención en el arma más peronizada, Infantería, descuidando a la Caballería, que quedaba todavía influida por la peronización (perdón por todo este trabalenguas, pero no hay otra manera de entender la historia argentina si no es a través de un permanente vaivén, un ir venir perpetuo). El caso es que de la Caballería saldrían los exponentes de la Revolución Argentina y que supuestamente eran azules, es decir nacionalistas (o sea, detestaban a Perón pero coincidían supuestamente con la política económica del peronismo), pero insisto, si Onganía nombra a Krieger Vasena, esta teoría se derrumba o anticipa lo que más tarde quedaría al descubierto, su extraordinaria torpeza política.
En Vietnam, mientras tanto, parecía que los norteamericanos se adelantaban en una guerra difícil de explicar y de entender.
Ese verano, unos pocos, muy pocos porteños descubrieron a los Beatles y a una banda de California liderada por un tal Jim Morrison. En marzo, Palito Ortega se despachó con La Felicidad, uno de los temas más populares del año y más cursis de la historia de la música. Unos melenudos desconocidos que se hacían llamar “Los Gatos” grabaron “La Balsa” y otro tema que empezaba diciendo algo así como “Ayer nomás, en el colegio me enseñaron, que este país, es grande y tiene libertad…”, un poco más tarde borrarían esa estrofa tal vez por resultarles algo ridícula.
El Comandante ya se había internado en la selva boliviana y sus pulmones estaban más cansados que nunca, su voluntad, intacta.
Osvaldo Zubeldía se había hecho cargo del plantel de Estudiantes de la Plata y aquel año lo sacó campeón del metropolitano. Entre sus volantes había uno del que se decía que entraba a la cancha con un alfiler para pinchar a los marcadores que se le acercaran, era uno medio narigón que jugaba con la diez y que años más tarde nos daría, ya como técnico, un mundial.
En Santiago de Chile, el Racing de José le ganaba la final de la copa libertadores a Nacional de Montevideo.
El 9 de octubre de ese año, las piernas fláccidas del Comandante lo abandonaron definitivamente, el ejército boliviano lo tomó prisionero y lo mató siguiendo directivas de la CIA. La ilusión de cambiar el mundo, de toda una generación, se astillaba en mil pedazos.
Pero todo eso tanto puede haber sucedido como no, depende del marco filosófico desde el que se lo mire, porque quien escribe esta modesta crónica, nacería en Olavarría recién el 12 de diciembre de ese año y, por lo tanto, lo que hubo antes de ese contacto con una supuesta o aparente existencia, es improbable, dudoso, ilusorio en el mejor de los casos, y tal vez sólo sea producto del hechizo del Dios al que se le ocurrió inventar esto que nosotros, ingenuamente, llamamos realidad.
Un colombiano de bigotes espesos y una manera muy rara de adjetivar le trajo a Francisco Porrúa, de Sudamericana, un ladrillo de mil páginas que había sido rechazado en otras editoriales. Porrúa tomó un riesgo muy grande al aceptarlo, la novela terminó vendiendo algo así como cincuenta millones de ejemplares en todo el mundo y hoy la dan por Netflix.
Onganía pasaba las fiestas de año nuevo en Chapadmalal con la Argentina a su merced y, por primera vez en mucho tiempo, ordenada y con un PBI que ese año creció un 3.2 % y era el más alto de toda América Latina (en valores per cápita).
Olavarría cumplía su primer centenario. El chat GPT me confiesa que no sabe o no encuentra el nombre del intendente de la ciudad de aquel año, lo único que asegura es que, por estar en vigencia un gobierno de facto, los intendentes no eran elegidos por el voto popular. Tal vez tenga razón el chat y su inteligencia, artificial o no, haya preferido olvidar ese nombre.
Lo que sí se sabe, es que ese año, y como consecuencia del centenario de la ciudad, se inauguró la Plaza España. Lugar donde este cronista, con el tiempo, pasaría muchas tardes corriendo detrás de una pelota.
Nos reencontramos el año que viene.