El sueño de una luna de miel que terminó con un avión estallado en un campo de Bolívar
Las 61 personas que viajaban hacia Bariloche perdieron la vida.
Por Fernando Delaiti, de la agencia DIB
Los relojes de los pasajeros, al menos los que se pudieron recuperar, marcaban las 16.45. Ese horario del domingo 8 de diciembre de 1957 quedó inmortalizado para siempre en el recuerdo de la ciudad de Bolívar. En medio de una fuerte tormenta, muchos de los habitantes de esa tranquila comunidad bonaerense escucharon, primero, el vuelo rasante de un avión, y después una explosión que aún hoy resuena en la memoria.
Esa tarde, 55 pasajeros y seis tripulantes perdieron la vida cuando un avión Douglas DC-4 de Aerolíneas Argentinas que cubría el trayecto entre Buenos Aires y San Carlos de Bariloche se precipitó a tierra en la estancia Las Mercedes, a 21 kilómetros del casco de la ciudad. Los restos de víctimas, muchas de ellas parejas de recién casados que viajaban al sur del país para pasar unos románticos días de luna de miel, quedaron esparcidos sobre el terreno llano y húmedo, junto a las partes de la aeronave que había sido adquirida por la compañía a principios de ese año.
El avión matrícula LV-AHZ, que partió desde Ezeiza a las 15.54, había sido construido por la compañía Douglas en noviembre de 1944 como transporte militar y convertido a comercial en marzo de 1946 por United Airlines. Fue en enero de 1957 cuando Aerolíneas Argentinas lo compró y en mayo de ese año lo puso a volar con pasajeros.
De acuerdo al informe final de la Junta de Investigación de Accidentes de Aviación Civil, esa jornada amaneció con un frente frío en parte de la provincia de Buenos Aires. Vientos de hasta 100 kilómetros, con ráfagas y tormenta eléctrica, lluvia intensa y algo de granizo. Un fenómeno meteorológico de raras características, pocas veces visto en la zona, según contaron después testigos. Sin embargo, la Douglas DC-4 ganó los cielos con un parte meteorológico de casi siete horas de antigüedad, algo que obviamente en la actualidad no pasa. Un primer error.
La aeronave, al mando de un piloto de apellido Peloso, de 45 años y con más de 10 mil horas de vuelo de experiencia, fue directa hacia el corazón de la tormenta. Su última comunicación con la torre de control fue por Lobos. A pesar de ser conocedor de la ruta que sobrevolaba, el mal tiempo lo sorprendió a Peloso en el aire y por eso, junto a su copiloto de 37 años, buscó esquivar la fuerte lluvia y las descontroladas ráfagas. Inclusive, volando por debajo, lo que se consideró otra equivocación.
El tétrico escenario
La aeronave se estrelló contra el suelo llano, apto para realizar un aterrizaje de emergencia, con un ángulo de unos 35 grados y a una velocidad estimada de 400 kilómetros por hora. Al hacer impacto, los restos del Douglas quedaron esparcidos por todo el lugar y los motores terminaron enterrados en más de un metro y medio. La puerta principal apareció a 320 metros, a 5.000 metros la parte superior del timón de dirección.
Los 61 cuerpos se hallaron en el lugar junto a los restos de la aeronave, menos dos de ellos que fueron ubicados a unos 250 metros antes del impacto y en la misma trayectoria que llevaba el avión.
De acuerdo a las crónicas periodísticas de la época, los moradores llegaron a caballo y a pie al lugar. Inclusive algunos vecinos a la estancia usaron tractores para transitar el terreno barroso. Mientras caía la tarde y el fuego del Douglas se iba apagando con la lluvia, sólo la orfandad de voces daba la triste bienvenida a los socorristas que iban llegando al lugar.
Una fúnebre caravana de vehículos se organizó bajo la tormenta para trasladar los restos hasta el hangar del Aero Club de Bolívar. De allí en más todo fue dolor. Se llevaron los cuerpos a Buenos Aires y empezó una investigación que arrojó, tiempo después, algunos de los errores que se habían cometido.
Al año siguiente, Aerolíneas Argentinas puso un avión bimotor DC 3 para que los familiares de los tripulantes pudieran viajar hasta Bolívar y llegar a la estancia donde todavía quedaban las huellas del horror. Flores en manos, dejaron algunas placas e hicieron una despedida cargada de emoción.
Además de poner una cruz recordatoria, el lugar de la tragedia fue cercado por el propietario del campo para que los animales no pisen la memoria, aunque inundaciones posteriores que sufrió la zona hicieron que todo quede reducido a un pequeño espacio. Sin embargo, el silencio que se siente allí, es un silencio que se escucha. (DIB) FD
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