Fútbol, pasión de multitudes.

Los estadios de fútbol manifiestan el sentir popular.

Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])

 

Existe una relación bastante evidente entre la capacidad futbolística de una región o ciudad y el poderío económico, o más bien industrial, que dicha región o ciudad ostenta.

Los equipos italianos más importantes no están en Roma sino en Milán y Turín, polo industrial del país donde se asienta, entre otras industrias, la poderosa FIAT. Lo mismo ocurre en Inglaterra, por ejemplo, donde los hinchas más apasionados están en Manchester, cuna de la Revolución Industrial y motor de la economía británica. Los ejemplos podrían extenderse pero basta con destacar que en Brasil, es en San Pablo donde se concentran los equipos más poderosos del país y donde el fútbol se vive con mayor intensidad.

 

Nuestro país no escapa a esta regla. No es casual que los dos equipos con más seguidores tengan su origen en el barrio de la Boca, epicentro del movimiento industrial de Buenos Aires durante los primeros años del siglo XX en función de su gran actividad portuaria.

 

Con el correr del tiempo, y a partir de la explosión económica del país durante la década del 40, el cordón industrial se corrió hacia el otro lado del riachuelo y desde entonces, los equipos de Avellaneda (Racing e Independiente) adquirieron gran relevancia.

 

De este modo es natural que en la actualidad, equipos del segundo y tercer cordón industrial, como Lanús, Quilmes, Tigre o Banfield, se hayan posicionado en el mismo nivel que los equipos tradicionales relegando a Racing, Independiente o San Lorenzo no sólo en éxitos futbolísticos sino también en recaudaciones.

 

¿Dónde iban a estar los grandes equipos del interior del país sino en la industrial y portuaria Rosario? Santa Fe ha demostrado ser históricamente mucho más “futbolera” que su vecina Córdoba. Ciudad, esta última, que a pesar de su importancia para el país no ha logrado acaparar la pasión por el fútbol en la medida que lo hicieron Buenos Aires y Rosario, aunque, de todos modos, no deja de resultar revelador que su equipo más emblemático sea justamente Talleres (por sus orígenes en torno a los tallares del ferrocarril en tiempo de los ingleses).

 

El fútbol pareciera florecer en los lugares donde prolifera el proletariado sindicalizado. El fútbol y la política se instalan ahí donde las masas se uniforman al ritmo del pito de la fábrica. Los individuos se protegen en el tumulto de una revuelta, una huelga contra la patronal o la barra de seguidores de un club. El fútbol resultó el último bastión de resistencia cuando en tiempos de la revolución libertadora ―y contradiciendo disposiciones expresas― las hinchadas de Boca y Chacarita desafiaban a la policía entonando la marcha peronista durante los partidos. Escondido en el anonimato de una hinchada tumultuosa surgió tímidamente, en los comienzos de los 80, el más tarde célebre “… se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”.

 

Para muchos políticos los estadios de fútbol son una especie de termómetro que permite medir la popularidad con mecanismos más simples, directos e inmediatos que las sofisticadas encuestas que se utilizan actualmente.
Algunos buscan el aplauso acicalado en el palco de la Sociedad Rural. Pero los que verdaderamente pasan a la historia son aquellos que resisten los 90 minutos del clásico en la platea del estadio.

 

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