Opinión | La rebelión de la gilada


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])

Cuando viene la mala suerte viene toda junta, dicen. Justo cuando el gobierno sufre una corrida cambiaria arrolladora se estrena una película argentina que hace referencia a la crisis del 2001 y a los efectos del famoso “corralito”. Corralito diseñado por el economista doctorado en Harvard Domingo Cavallo. La película, vista ya por más de un millón de personas, gira en torno a un grupo de pequeños ahorristas que ven cómo se esfuma todo su capital y con él las ilusiones de formar una cooperativa que les permita avanzar hacia un futuro de mínimo bienestar para sus familias.

Cómo pudo haber influido una simple película ―dirigida paradójicamente por Sebastián Borensztein (empleado de Magneto e hijo de tato Bores)― en la reacción de los argentinos que corrieron a los bancos a sacar sus ahorros nunca se sabrá. Lo cierto es que ni los argumentos despiadados y autoincriminatorios de Morales Solá pudieron evitar que los pequeños ahorristas escondieran sus dólares en el florero.

A partir de este descontrol, el gobierno redujo sus expectativas y ve cada vez con mejores ojos la alternativa de entregarse mansamente a cambio de que el gobierno que viene no haga lo que ellos hicieron con los funcionarios del gobierno anterior cuando asumieron, porque aquellos funcionarios que alguna vez fueron del gobierno anterior y por tanto merecían un escarmiento serán próximamente, muchos de ellos, funcionarios del gobierno próximo, y, como tales, potenciales ejecutores del escarmiento hacia los funcionarios del gobierno actual que pronto pasarán a ser del anterior , es decir…

Perdón… Perdón. La sola mención de Tato Bores me induce a hablar, o a escribir en realidad, como él lo hacía. Enredado, con las palabras apurándole la garganta y la respiración contenida, con la lengua filosa y muy de vez en cuando con algo de sabiduría. Sepa el lector, en honor a tan insigne humorista, disculpar este juego de palabras. Lo que quiero decir, en definitiva, es que el armisticio tienta cada día más y con él la posibilidad de que los generales se vayan en paz al exterior, libres de culpa y cargo. Dejando, obviamente, y menos por maldad que por desidia, a todos sus oficiales a merced de un populacho hambriento de venganza.

Pero aún más paradójico que lo de Sebastián Borensztein resulta lo de Luis Brandoni. Que un actor que se abrió paso en su camino artístico interpretando al Gallego Soto en la Patagonia Rebelde y que toda la vida la fue de progre, que fuera perseguido por la dictadura, termine convocando desesperadamente a los argentinos para que salgan a la calle a defender al gobierno de Peña Braun Menéndez es algo no entra en los cabales del más elemental sentido común. Habría que adentrarse en los laberintos del universo kafkiano o de la literatura fantástica para explicar semejante desvarío. O tal vez baste con aceptar que en nuestro bendito país todo es posible y que las reglas que rigen el resto del universo no son, aquí, aplicables. No importa. Esta semana me crucé con varias personas que me dijeron que Brandoni está genial en “La odisea de los giles” pero que igual lo detestan. Ser un actor genial no lo exime de su condición de pelotudo consuetudinario, me dijo en voz baja el verdulero de la esquina de mi casa.

En fin, cada tanto tenemos, los giles, una tregua. Una pequeña tregua. Una instancia en la que se nos permite juguetear con la ilusoria fantasía de que somos partícipes de eso que llaman realidad y que podemos incidir en ella con nuestras acciones. Odisea mediante, podemos cada tanto saborear una pequeña venganza. Saludamos a un helicóptero que despega de la casa de gobierno o cantamos a ritmo de cumbia que Macri ya fue, Vidal ya fue, y si vos querés, incluso, hasta nos animamos a desplazar de la siempre unitaria Buenos Aires al aristocrático Larreta.

Pero eso sí, obviamente sabemos que con estas alegrías parciales y efímeras no basta, no es suficiente. Queremos más. Es que realmente nos creímos ese discurso de la soberanía popular y de la democracia, y lo creímos aún sabiendo que muchas veces iba dirigido justamente a la gilada. Porque tanto insistieron con que el futuro era nuestro que al final terminaron convenciéndonos.

Por eso estamos seguros de que algún día dejaremos de ser gilada. Y lo sabemos porque los recursos que utilizan para convertirnos en giles son cada vez más rebuscados y confusos, cada vez son menos efectivos, enseguida muestran la hilacha, dejan al descubierto el truco rudimentario con el que fuerzan el engaño. Y que seamos parte de esa ambigua y abstracta categoría que se define como “gilada” (categoría que se sitúa inmediatamente por debajo de la de “idiota útil”) no implica que seamos boludos.

Les guste, o no.

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