Siete de cada diez niños pobres: delito de humanidad herida

Escribe Silvana Melo.


 (APe).- Que siete de cada diez niños vivan en hogares sumergidos en la pobreza es un delito de humanidad herida, de humanidad lastimada. De lesa humanidad. Es un delito porque implica un daño a ocho millones y medio de los seres humanos más indefensos (desde el nacimiento a los 17 años) que es evitable. Y es de lesa porque son ocho millones y medio de niños a los que les falta todo aquello que la Constitución y la Convención de los Derechos del Niño y todos aquellos papeles tan vacíos a veces consagran floridamente. Dos millones de esos niños tienen hambre constante diariamente. Sin que haya con qué saciarla. Y el delito se convierte en crimen. Mientras a los ricos se les pide un porcentaje irrisorio de sus fortunas incalculables. No como un tributo como se debería, sino como un gesto de caridad que ni siquiera así aceptarán.

En el diciembre feroz de la pandemia, cuando parece amainar la tormenta que el invierno asestó sobre los cuerpos y sobre las psiquis de millones, cuando parece frenarse apenas el aluvión de muertos, aparece desde el Observatorio de la Deuda Social de la UCA el número síntesis. Veinte millones de argentinos pobres por pandemia, por capitalismo ya sin disfraces, por factorías de la crueldad. Ocho millones y medio de chicos y adolescentes pobres entre los más pobres. Siete de cada diez. Setenta de cada cien. Una mayoría abrumadora que inexplicablemente se asienta en su carácter mayoritario como una fatalidad.

Pero no es una fatalidad.

En las últimas décadas los niños pobres fueron oscilando entre el 40 % y la mitad; se dispararon al 52 % en 2018, al 59,5% en 2019 –plena maza de demolición que aplicó el macrismo sobre la piel y el corazón de este país- y ahora son siete de cada diez, por la pandemia, pero además por la tibieza en abrir el estado al rescate de los náufragos del sistema.

De los 20 millones de pobres el 40% tienen menos de 17 años. Cuatro, cinco, siete de cada diez en las últimas tres décadas. El futuro jugado, acotado a manos de las clases pudientes. Con gran parte de la población fuera de juego. Con los niños pobres en su mayoría, que van creciendo en los márgenes, sin el calcio ni los dientes ni los músculos ni la capacidad de absorber conocimientos de los otros, de los pocos que ya son los dueños de todo.

Detrás de cada niño en la calle hay un padre desocupado, decía Alberto Morlachetti en los 90. Hoy en cada niño que no tiene casa, que tiene hambre, que se enferma y la tos le dura toda la vida, hay padres pobres, trabajadores informales, desocupados, sin cobertura social ni sanitaria, rehenes de planes, AUH, IFE y todos los instrumentos de salvataje que al final son trampas. Que mantienen fuera del mercado laboral porque el trabajo no dura, no es seguro y expulsa a todos los programas sociales.

Un camino sin salida que termina encerrando en una realidad suburbial a millones de desplazados.

La reacción institucional no va más allá de los planes y de la perpetuación del statu quo. Mientras morían miles de personas, millones perdían el trabajo y se revolvían en su depresión hacinados en sus casas, el poder político y el judicial no fueron capaces de apenas un gesto: recortarse los sueldos, las dietas, los salarios obscenos que cobran del estado mientras el salario mínimo, vital y móvil es de 20 mil pesos y la jubilación mínima, que cobra el 50% de los jubilados, apenas supera los 18 mil. Los viejos, como los niños, están condenados a la pobreza. Entre muros que jamás podrán trasponer.

En abril el gobierno nacional anunció que intentaría gravar –por única vez y como aporte solidario- a los más ricos. De rodillas a pedirles ayuda. Doce mil personas dicen que son. Una de ellas acaba de morir accidentalmente, en esa fragilidad igualadora que tiene la vida, organizando rebeliones fiscales. El resto irá a la justicia. Se les pide un porcentaje irrisorio de sus fortunas incalculables. No como un tributo como se debería, sino como un gesto de caridad que ni siquiera así aceptarán. Ni tirar la moneda en la gorra del indigente. Ni eso.

En abril lo anunció el gobierno. El 28 de agosto presentó el proyecto. Es diciembre. Se aprobó anoche. Pasó el invierno atroz, murió mucha gente, demasiada. Se desmoronó, se devastó la voluntad y hasta la vida de gran parte de los trabajadores de la salud y los que sobreviven siguen cobrando vergüenza. Para ellos dicen que era el aporte solidario de los ricos.

Que probablemente no llegue nunca.

Pero los niños en la pobreza seguirán cayendo. Siete de cada diez en el 2020 pandémico y virósico. En esta tierra que cada vez es propiedad de menos.

Que cada vez es para menos.

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