Sumisión eterna a los devoradores de hamburguesas

 


Opinión / Carlos Verucchi / En Línea Noticias ([email protected])


Ciertamente conmueve el espíritu altruista con el que los norteamericanos se preocupan por el devenir de las imperfectas democracias latinoamericanas. Su mayor anhelo es permitir que todos los países puedan gozar de las inigualables ventajas de una democracia consolidada, ininterrumpida, transparente y concebida en torno al respeto por las libertades individuales como la que ellos han cimentado. Sólo a partir de esa base, el hombre puede alcanzar el más elevado peldaño de la civilidad y cultivar hasta el límite de las posibilidades sus inquietudes intelectuales y artísticas.

Pero muchos se empeñan en poner palos en la rueda. Algunos pesimistas, por ejemplo, advierten que si toda la humanidad alcanzara, mágicamente, el estándar de vida medio de los norteamericanos, los recursos humanos del planeta no serían suficientes. Tampoco alcanzarían esos recursos si hipotéticamente pudiéramos, los hombres, explotar otro planeta Tierra gemelo, virgen y desocupado. No alcanzaría tampoco con tres ni con cuatro planetas más. Tal vez con cinco, sí, la humanidad entera podría alcanzar el consumo per cápita anual de hamburguesas de un norteamericano y ascender, de este modo, al grado de sofisticación más avanzado que el homo sapiens ha podido alcanzar en su corta vida.

Pero estas predicciones pesimistas y basadas en datos manipulados por los científicos no los amedrentan. En el peor de los casos serían simples contratiempos que eventualmente verían cómo resolver. ¿Por qué negarle al resto de la humanidad la posibilidad de vivir una vida digna? Por eso, cada vez que existe la menor sospecha de que alguna democracia tambalea, ahí están ellos antes que nadie, promoviendo a políticos neutrales y a guardianes de la libertad para que todos los hombres del mundo puedan gozar del sistema político y económico que idearon y que les permitirá, algún día, asegurar una buena alimentación y calidad de vida.

No están solos en esa cruzada. En cada uno de los países en los que les ha tocado intervenir encuentran algunas pocas mentes brillantes y razonables que, gracias al estudio sostenido de años y años, han aprendido a esquivar la tentación ―en ocasiones irrefrenable― de caer en simples hipótesis populistas. Estos ciudadanos excepcionales, algunos incluso formados en universidades del primer mundo, generalmente asumen desinteresadamente el compromiso y se ponen al frente de la difícil tarea de reinsertar a sus países en el escenario global.

Claro que los norteamericanos no pueden estar en todas partes al mismo tiempo. Algunas veces, conflictos urgentes exigen su intervención en otros continentes y se ven obligados a desatender a Latinoamérica. En esos casos, los oportunistas que nunca faltan engañan a los votantes para tomar el poder. Entonces aprovechan para implementar políticas que llevan rápidamente a las naciones al crecimiento económico, al desendeudamiento, al desarrollo científico y a la disminución de la desigualdad. Los norteamericanos no se dejan engañar, se trata de meros artilugios que permiten un éxito ilusorio y efímero, el verdadero progreso solo se alcanza a muy largo plazo, después de años y años de esfuerzo y dedicación.

Para corregir el rumbo, en esos casos, acuden a la ayuda inestimable de la prensa y del poder judicial de esos países. Así, rápidamente, logran desenmascarar a los impostores y persuadir al grueso de los votantes de que todavía no era el momento oportuno para industrializarse o para invertir en educación, mucho menos para malgastar los escasos recursos disponibles en planes sociales. La mayoría de las veces logran su propósito, para las otras, cuentan con algunos métodos alternativos más eficaces aún, como por ejemplo el bloqueo económico.

Este es el caso que justamente se está dando en Venezuela por estos días. Pero entiendo que hubiera sido un acto de irresponsabilidad, de mi parte, escribir sobre Venezuela sin antes documentarme debidamente. Por eso busqué en Internet notas sobre el tema extraídas de diarios de todo el mundo, no fuera cosa que cayera en la trampa de esos medios periodísticos que suelen esconder oscuros intereses. Leí durante cinco minutos y me di cuenta de que ya lo sabía todo: es que ahora, que ya no hay Guerra Fría, los norteamericanos no necesitan esforzarse por encontrar nuevos argumentos para llevar la democracia a todos los confines del mundo. Les resulta más fácil y rápido, por el contrario, tomarlos de esos manuales de geopolítica que solía escribir Henry Kissinger en la segunda mitad del siglo pasado y que ya nos sabemos de memoria.

Me puse a escribir. Decidí usar la vieja estrategia de la ironía. No sé cuál será la situación respecto al conflicto en Venezuela cuando esta nota se publique. Tal vez ya se haya normalizado y los norteamericanos puedan permitirse, ya más distendidos, ocuparse de Bolivia, de México o de cualquier otro pueblo que, confundido, haya tomado por el camino equivocado.

 

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