Pancho Sierra, el “Gaucho Santo” de Pergamino que curaba con agua fría

Era un rico hacendado del norte bonaerense. Pero un día dejó todo para curar enfermos con oración y un vaso de agua de su aljibe. Su tumba en Salto atrae muchos visitantes cada 4 de diciembre, aniversario de su muerte.


Por Marcelo Metayer,
de la Agencia DIB

La tarde es calurosa y sin viento en la estancia de Carabelas, entre Rojas y Pergamino. Mucha gente rodea al hombre de barba y pelo blancos, larguísimos, como de profeta bíblico, que toma mate y conversa a la sombra del caserón. En eso la multitud se abre: llega una carreta. Alguien baja. Le dice al hombre de pelo blanco que viene a traer a un pariente que tiene las piernas paralizadas. Sin dejar el mate, el hombre grita: “Bájese, amigo”. Se hace un silencio absoluto. “¿A qué lo han traído? ¿A que lo cure? Entonces, ¡venga!”, repite el hombre y le da otro sorbo al mate. Entonces el paralítico baja de la carreta con dificultad y, paso a paso, logra llegar junto al dueño de casa. “¿Vio? Ya está curado”. Pancho Sierra sonrió y le ofreció un amargo.

Esta anécdota es una de las más famosas curaciones del llamado “El Gaucho Santo de Pergamino” o “El doctor del agua fría”. Francisco Sierra curaba enfermos rezando una particular versión del Padrenuestro y dándoles vasos de agua de su aljibe. Pero él decía que no ejercía ningún tipo de medicina ni hacía milagros, sino que era Dios el que curaba a los enfermos “del alma”. Curandero, manosanta, sanador, líder espiritual, gran maestro y hasta “teósofo natural”: muchos fueron los apelativos que recibió Francisco Sierra, uno de los bonaerenses más enigmáticos del siglo XIX, que hoy en día mantiene un importante legado espiritual y atrae gran cantidad de devotos a su tumba, en el cementerio de la localidad de Salto, que fue declarada Patrimonio Histórico de la provincia de Buenos Aires en 2018.

Triángulo espiritual

El nombre de Pancho Sierra suele estar asociado a dos mujeres: la Madre María (María Salomé) y la Hermana Irma (Irma de Maresco). Los creyentes afirman que juntos forman el “Triángulo espiritual” de la Argentina, tres líderes de un particular culto cristiano de gran raigambre popular.

Así, juntos, se los ve a la Madre María y a Pancho Sierra en un memorable filme de Lucas Demare de 1974 que lleva como título el nombre por el que se conoció a María Salomé, una mujer española que fue a visitar a Sierra para que la cure de sus males y terminó siendo su discípula y continuadora. En la película, los roles de Sierra y María están a cargo de Hugo Arana y Tita Merello, nada menos.

El filme, por otra parte, puede verse en la plataforma Cine.ar.

María conoció a Pancho Sierra, en 1891, meses antes del fallecimiento del sanador. Francisco le dijo que ella, que buscaba un hijo, tendría miles, pero “no de la carne, hijos espirituales”, y le anunció que continuaría la obra que él había comenzado. En ese momento el Gaucho Santo tenía 60 años y una larga trayectoria en el mundo espiritual.

Historia de vida

Francisco Sierra nació el 21 de abril de 1831 en Salto, que en ese momento pertenecía al partido de Arrecifes. Cuenta Antonio Las Heras en “El resero del infinito” que cuando “Panchito” tenía un año padeció una fortísima bronconeumonía que ningún médico podía curar. Pero una noche de tormenta las ventanas de la casona se abrieron de golpe y unas hojas de olivo bendecidas el Domingo de Ramos, que su madre había puesto en la cuna, cayeron sobre la frente de Francisco. Fue una señal: el bebé mejoró contra todo pronóstico.

Pasó el tiempo. Los padres de Francisco fallecieron cuando él era muy joven y El Porvenir quedó a cargo de dos tías. Él, mientras tanto, comenzaba a adaptarse a las tareas y usos de la actividad ganadera, el centro de sus negocios. Viajaba mucho a Buenos Aires. Un día llegó y se encontró con una chica de 16 años, descendiente de pueblos originarios, que sus tías habían tomado como criada, algo bastante común por aquel entonces. Él tenía 22 años y se enamoró hasta el caracú de la adolescente, llamada Nemesia.

Las tías no vieron con buenos ojos la relación. Lo enviaron con un pretexto a la Capital y cuando volvió Nemesia se había ido -en realidad, la habían obligado a irse- a Córdoba. Cuando pudo ir a buscarla, la joven había fallecido. Quizás del asma que sufría, quizás de pena.

El dolor del amor perdido sacudió a Pancho hasta los huesos. Volvió a El Porvenir y su vida cambió por completo. Se encerró en el altillo de la estancia durante siete años, en los que solo salía por las noches para ir hasta el río cercano a meditar.

Cuando pasaron esos años de confinamiento comenzó a dejarse ver de día. Se había dejado crecer el pelo y la barba, que se volvieron níveos. Seguía siendo “el patroncito” y ayudaba a los peones en sus tareas. Pero un día uno de los muchachos cayó doblado, presa de un violento dolor en el estómago. Pancho se acercó, rezó un padrenuestro y le dio de beber agua del aljibe de la estancia. Y el hombre se curó. Ahí comenzó la nueva vida de Pancho Sierra, la del “Doctor del agua fría”.

Sanador y visionario

Su fama de sanador comenzó a correr de boca en boca y mucha gente empezó a acercarse a la estancia. Él siempre aseguraba que era Dios el que los curaba. Y les enseñaba a rezar un padrenuestro diferente, ya que comenzaba con un “Gran Dios del Universo”, frase que años después sembraría dudas sobre su presunta vinculación con la masonería, que habla del “Gran Arquitecto del Universo”.

Amigos masones no le faltaban: el más destacado era Rafael Hernández, hermano del autor del Martín Fierro, senador, médium y teósofo.

Las anécdotas se multiplicaron. Y no solo las de curaciones: también se les atribuyen dotes de clarividencia, como una vez que le dijo a su familia que la torre de la iglesia de la cercana localidad de Rojas se había caído. Y así había ocurrido. También solía hablarles sobre sus familias, sin conocerlas, a los enfermos que iban a verlo.

Pancho Sierra no solo curaba: también daba todo lo que podía a los pobres que iban a visitarlo para que opere sus milagros, y no aceptaba ninguna compensación por sus obras. Lo extraño es que se rumoreaba, a principios del siglo XX, que tras su muerte había dejado un fabuloso tesoro enterrado en cercanía de la estancia, que jamás fue hallado.

Falleció el 4 de diciembre de 1891 y fue sepultado en su lugar de nacimiento, en Salto.

En marzo del año siguiente los espiritistas argentinos le hicieron un homenaje en el cementerio coordinado, claro, por Rafael Hernández. Aunque no está claro que él perteneciera a grupo esoterista alguno, e insistía que sólo era un intermediario entre Dios y los enfermos, los espíritas siempre lo reivindicaron. Cosme Mariño, fundador de la sociedad espiritista Constancia, definió a Sierra como “un verdadero médium curandero”.

Herencia

Los años transcurrieron y su legado pasó a la Madre María, primero, y a Irma de Maresco, más tarde. La Hermana Irma falleció en 1972 y actualmente continúa con este culto su hijo, el Hermano Miguel.

Mientras tanto, como cuenta Hugo Páez, periodista y guía de turismo de Arrecifes, “Pancho Sierra es un santo popular que no tiene la masividad de una Difunta Correa o un Gauchito Gil. Cada 4 de diciembre llegan grupos al cementerio de Salto, pero la ciudad no colapsa y los hoteles no explotan. Suelen llegar varios colectivos con contigentes que se dirigen a su tumba, muy cerca de la entrada del cementerio, y realizan ceremonias en un aljibe que está enfrente, en una casa”.

El aljibe original, en la estancia El Porvenir, actualmente está clausurado. Ya nadie saca esa agua fría que Pancho Sierra usaba como vía para curar a sus enfermos. Tal vez si hoy viviera se podría analizar si Sierra utilizaba técnicas de sugestión o magnetismo para tratar males cuyo origen estaba en la mente y no en el cuerpo. Lo cierto es que su nombre sigue siendo venerado por muchos. Y como le cantó el payador Pancho Cueva allá lejos y hace tiempo, “mártir fue que en sus desvelos / de ninguno aceptó un cobre / era el doctor de los pobres / con potestad de los cielos”. (DIB) MM

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