Los libros de mi vida
Escribe Carlos Verucchi.
Libros / Carlos Verucchi / En Línea Noticias (Twitter: @carlos_verucchi)
Mi viejo empieza a sacar uno a uno los libros de los estantes y los va guardando en cajas de cartón. Cuando termina con el último empieza a subir las cajas al pequeño altillo del garaje. Yo lo miro en silencio y sin comprender, tengo ocho años, es marzo del 76.
Pasan algunos años. En el colegio aflora un sentimiento de esperanza, una euforia tímida similar a la que unos meses antes había percibido cuando se inició la guerra. Esta vez, a diferencia de la anterior, parecía que la cosa era en serio.
Mi viejo se deja llevar por esa sensación colectiva de renacimiento, se deja arrastrar por ese viento de renovación que parece llevarse puesta la historia y augurar un futuro promisorio. Vuelve al altillo, ya no sube tan fácilmente la escalera. Empieza a bajar caja por caja. Las deja sobre la mesa y después empieza a sacar uno a uno los libros. Antes de ordenarlos en pequeñas pilas sobre la mesa les pasa un trapito húmedo para sacarles el polvo. Ahora tengo catorce, miro las tapas con interés y entiendo dos cosas. Entiendo la razón de aquel repentino rapto de orden de mi viejo unos años atrás y entiendo que entender eso me llevó buena parte de la niñez y algo de la adolescencia.
Después me fui enterando de muchas historias similares, gente que había escondido su ejemplar de “Operación masacre” en el jardín, o que había preferido quemarlo. Incluso supe de otros que por no haber actuado a tiempo pagaron con sus vidas tan imprudente desatino.
Las pilas de libros, con sus páginas ahora amarillentas, iban creciendo delante de mis narices. Después de los libros de Walsh venían los de Julio Mafud, “Psicología de la viveza criolla”, “Los argentinos y el estatus”, “Argentina desde adentro” si la memoria no me falla. Había algunos de Dante Panzeri, y muchos también de Osvaldo Bayer.
Mi viejo se sorprendió de que yo los mirara con tanta atención. Me los ofreció en carácter de donación o de préstamo sin fecha de vencimiento y con dos condiciones. La primera, que los cuidara. Una inexplicable inclinación fetichista hizo que cumpliera con esa promesa hasta el día de hoy.
La otra era que no leyera el libro de tapas rojas hasta ser un poco más grande. El libro de tapas rojas se llama “Los anarquistas expropiadores, Simón Radowitzki y otros ensayos”. Se trata de una compilación de cinco o seis ensayos de Bayer. Acepté.
Me apuré a llevar los libros a mi pieza y a ordenarlos en una pequeña biblioteca, debo reconocer que me dolió tener que relegar a Salgari y a Dumas para hacerles lugar.
Pasé aquellas vacaciones de verano leyendo hasta el amanecer. Nunca más en mi vida logré recuperar la fascinación que me provocaron esas noches. Aquellas lecturas entraban en resonancia con la época que estaba viviendo, con el clima de optimismo que afloraba con la incipiente y enclenque democracia y con la revelación que sentimos al enterarnos de lo que había ocurrido durante aquellos años. El poder de concentración era ilimitado, nada perturbaba el silencio de la madrugada. No existía preocupación que pudiera alejarme de esos libros, todavía faltaba, un poco, para que esa urgencia que nos abruma cuando empieza a crecernos la barba me invadiera.
Aquellos libros me marcaron para siempre, llegaron a mis manos en el momento justo. Más tarde me incliné por la ficción y volví a cruzarme con lecturas que dejarían en mí una huella imborrable. “Uno es lo que lee” dice Sergio Pitol y entonces yo soy eso, soy aquello que mi viejo bajó del altillo.
De los libros que vinieron después hablaremos otro día. Hoy prefiero hacer el vano intento de recuperar el espíritu de aquellas noches de adolescencia en las que, como afirma ese lugar común tan manoseado y tan ingenuo, tenía toda la vida por delante. Igual que la democracia, que intentaba escapar de su peor pesadilla como yo de mi inocencia.
A la mañana siguiente me levantaba a ayudarle a mi viejo en la carpintería, a la tarde me juntaba con mis amigos a jugar al fútbol en el Prado Español, pero lo seductor era lo otro, lo que podía hacer cuanto todos se dormían, cuando se apagaba el último ruidito de la casa y entonces yo, no sin algo de ansiedad y vértigo, me iba a la cama con el libro de tapas rojas. El único que mi viejo ―tal vez con un propósito oculto y enrevesado― me había prohibido.
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