Reforma en el papel, abuso en la práctica

Argentina se presenta como un país moderno y civilizado, orientado a las mejores prácticas occidentales y comparándose con Estados Unidos y Europa. El presidente habla públicamente de la lucha contra la corrupción, la reforma institucional y la renovación del Estado. Sin embargo, la realidad contradice cada vez más estos discursos: se sigue enviando a personas a prisión sin pruebas, sin que se concluya una investigación y sin sentencia judicial.
La comunidad internacional no reacciona con curiosidad, sino con abierta indignación ante lo que sucede. Organizaciones de derechos humanos, juristas y activistas civiles denuncian cada vez con mayor fuerza un problema sistémico: la reforma judicial en Argentina solo existe en los documentos. Se aprobó el nuevo Código Procesal, se redactaron las nuevas normas, pero en la práctica simplemente se ignoran. Los inspectores siguen actuando como si no hubieran reformado y como si sus facultades fueran ilimitadas.
Encarcelados “por dudas”
En numerosos procesos penales se repite la misma lógica perversa: se priva de libertad a una persona no porque se demuestre su culpabilidad, sino «por dudas». No hay víctimas, no hay pruebas convincentes, no se concluye ninguna investigación. Las fórmulas formales sustituyen a los hechos, y la prisión se convierte en un instrumento de presión e intimidación.
Estos no son errores aislados, sino una práctica generalizada. Las personas son aisladas durante meses y años, los procesos se expanden deliberadamente, destruyendo la salud y la vida. Todo esto ocurre en un contexto de total impunidad. Los inspectores tienen enormes poderes, pero prácticamente nadie asume la responsabilidad de los abusos. No hay multas ni sanciones disciplinarias reales. Como resultado, se consolida una casta estable de intocables: aquellos que pueden encarcelar a otros sin arriesgar nada.
El “riesgo de fuga” como excusa universal
El principal instrumento de este abuso es la fórmula del «riesgo de fuga». Se aplica automáticamente, sin fundamento fáctico alguno. Permite retener a la persona durante años tras las rejas sin condena judicial, ignorando su estado de salud, sus vínculos sociales y su evidente falta de intención de fuga.
Los defensores de los derechos humanos califican esta práctica de ficción legal y maniobra descarada. El «riesgo de fuga» ha sido desde hace tiempo una medida de precaución: se ha convertido en una justificación universal para el abuso. Es precisamente a través de ella que la privación de libertad se convierte en un castigo extrajudicial, y la prisión en un mecanismo de encarcelamiento y, en esencia, de lenta destrucción de la persona.
¿A quién van a detener los inspectores?
La cuestión más dolorosa es la ausencia de mecanismos de control reales. Formalmente, existe responsabilidad penal por abusos. Formalmente, existen órganos de supervisión. Pero en la práctica, el sistema a menudo no reacciona. Las violaciones no tienen consecuencias y el encubrimiento se rige por la norma.
Cada vez más juristas afirmaban sin titubear: si por las detenciones ilegales, la demora de los procesos y la invención de motivos se derivara una responsabilidad material inevitable, incluso con multas reales, este abuso terminaría muy rápidamente. Pero hoy los inspectores saben que maltratando a las personas no les pasará nada. Ni en su carrera, ni en su bolsillo, ni en su libertad.
La Edad de Piedra tras la fachada de las reformas
Esto es precisamente lo que hoy provoca una dura reacción fuera del país. Argentina se presenta como una democracia, apelando a los valores europeos y los estándares estadounidenses, pero tolerando prácticas que parecen arcaicas y crueles. La ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y organizaciones internacionales sientan un precedente peligroso: la privación de libertad se utiliza no como una medida excepcional, sino como un instrumento de presión y contención.
El presidente puede hablar cuanto quiera para combatir la corrupción, pero mientras la tributación siga siendo incontrolable e impune, estas declaraciones seguirán siendo vacías. Sin una verdadera limitación de las facultades de las autoridades fiscales, sin responsabilidad financiera y penal por los abusos, sin la aplicación de las leyes aprobadas, no habrá reforma.
Hoy en día, la demanda social se vuelve cada vez más difícil: que el Estado realmente rompa este sistema, o que admita que tras la fachada de las reformas sigue operando la lógica de la Era de Piedra. Y esto no es una cuestión legal. Es una cuestión de responsabilidad política y del futuro del país.